18 de abril de 2013

El camino de la humildad es "el" camino

Una de las mejores amigas de mis padres me ha confesado que la muerte de papá le ha producido una profunda crisis de fe al punto que se ha cuestionado sobre el sentido del sufrimiento y de la muerte así como dudado sobre la esperanza de la Resurrección y del reencuentro con nuestros seres queridos. 

El en fondo de sus argumentos lo que advertí fue un clamor que ella misma no ha notado al que, obviamente, deberá prestar atención para tener posibilidad de salir de su crisis con la ayuda de la Gracia. 

Ese clamor se refiere a la ausencia del Bien en su vida. Clamor que es común a todos los seres humanos y que se traduce en “anhelo de Dios” cuando es identificado.

Anhelamos con cada fibra de nuestro ser y con toda el alma el Bien, la Verdad y la Belleza propiedad de Dios. 

En ausencia del Bien o, lo que es lo mismo, cuando llegamos a álgidos puntos de sufrimiento, Dios parece estar dormido o ser inexistente, situación dentro de la cual se nos presentan dos opciones:

a. Abandonarnos en la Divina Providencia.
b. Dar rienda suelta a la duda hasta hundirnos en la desesperación. 

La primera opción exige humildad. Para cumplir cabalmente con la segunda el único requisito es continuar alimentando nuestro orgullo pensando que si bien, Dios existe, es incapaz de salvarnos. 

Por tanto, la respuesta de fe para la primera es ¡Señor, sálvame! y la respuesta de una fe quebrantada por el orgullo es para la segunda: ¿Por qué a mí? ¿Por qué a nuestra familia, a nuestro grupo, a mis amigos, a nuestra parroquia, a nuestro país, etc.? ¿Por qué a mí?

Tras la muerte de papá el futuro jamás ha sido tan incierto por lo que, en punto del más profundo desvalimiento, no me ha quedado de otra que permitirle a Dios ayudarme, por lo que –en la medida en que se lo voy permitiendo- lo único que ha rendido frutos ha sido el clamar a cada instante: ¡Señor, Sálvame!
Y así es como vamos, El y yo, paso a paso, viviendo el día a día. Yo, fiándome y El, cuidando de mi lo que me ha traído la paz que necesito para mirar con optimismo mi futuro y así, con alegría, abrazarme a la vida que por momentos se presenta incluso amenazadora. 

Es tal como ese juego en el que te vendan los ojos y debes fiarte de quien te guía para llegar a la meta. No vas a tientas porque tus ojos, manos y pies son los de tu compañero de juego, en nuestro caso, esos ojos, manos y pies son los del Señor. 

Así como no todos somos capaces de fiarnos de nuestro guía en el juego la mayoría ni siquiera reconoce que es incapaz de dejar que Dios le conduzca por el camino que conviene.

Tanto el juego como en la vida, el aceptarse total y absolutamente desvalido, provoca la confianza de ser total y absolutamente amado.

A la amiga de mis padres le mencionaba que es curioso el que, siendo tan desconfiados, conservemos todavía el anhelo de ser santos sin haber aceptado que el camino de perfección exige de nuestra parte esos “máximos” de abandono en la Divina Providencia. 

Pensando en esto y observando las diferentes reacciones de tantos católicos en occidente que sufrimos por tan diversos motivos me doy cuenta no únicamente de que no estoy sola sino de que, ciertamente, el camino de la humildad es “el” camino.

El amor nos convocó

Cuando mamá murió (que dejó de existir en cuestión de seis horas) pasé durante un año escribiéndole como quien nada más la tiene lejos temporalmente. Al lado de eso, tomé la costumbre de rezar el rosario mientras iba de camino al trabajo en el autobús. Ambas cosas me ayudaron muchísimo en el duelo que duró aproximadamente un año.

Ahora que papá se ha ido, comprendo a mamá que guardó luto por su madre por mucho tiempo hasta que nos cansamos de pedirle que dejara de vestir de negro. 

La comprendo porque ella vivió y cuidó de su mamá desde que se vio obligada a hacerlo, es decir, desde muy joven ya que su padre murió y la fortuna que tuvieron, desapareció. 

Digo que la comprendo porque si bien es muy pronto para no estar triste, esta tristeza que me cargo parece que me durará mucho tiempo.

Por momentos, llega a animarme mi nueva libertad la que a la vez me intimida; pero bien, como se que todo es un proceso, estoy tomándomelo con calma. Así, como con su enfermedad, me tomé cada día según su afán no más que para sobrevivir, me tomaré este duelo. 

Me lo tomaré así y creo que aprovecharé ocasionalmente el blog para ir describiendo el proceso ya que me han dicho varios de ustedes que les ha servido lo que he venido narrando. Así sea, pues y para mayor gloria de Dios.

Para empezar, solamente contarles una anécdota muy bonita:

Resulta que a papá le encantaba ir a almorzar a un restaurante de estilo norteamericano llamado Denny´s que en mi país, a diferencia de los Estados Unidos, es un magnífico lugar con muy buena comida y servicio.
Muchas veces fuimos unos y otros con él o fue toda la familia a celebrar algún cumpleaños. 

El abuelo lo disfrutaba montones y algo de lo que más disfrutaba era leer el menú el cual revisaba durante largos minutos pero siempre para ordenar lo mismo: crema de pollo, ensalada verde, té frío, quizá espinaca salteada o algún purecito pero nada más, ni siquiera un postre completo pudo nunca comerse. 

La cosa es que el día del funeral mí sobrino Víctor, al que algunos de ustedes en España llegaron a conocer, viajó conmigo hasta la funeraria y desde antes de subir al auto pensé que me gustaría sorprenderlo llevándolo luego de la misa a celebrar al abuelo a Denny´s. 

Se lo anuncié dentro del auto cuando se suponía estábamos por regresar a casa y le encantó la idea.
Ya nos habíamos despedido del resto de la familia pero en eso mi hermano se acercó para decirnos que mi hermana quería ir a celebrar al abuelo a Denny´s. Allá nos dirigimos. 

Cuando estábamos almorzando vimos aparecer a nuestro sobrino y nieto mayor de papá quien al acercase nos dijo: -“Lástima que hasta ahora los veo. Acabo de terminar de almorzar. Iba para el trabajo y de camino pensé pasar aquí para celebrar a Tuta (así lo bautizaron los nietos)”. Aún así, José Daniel, a quien varios de ustedes también conocen, se quedó con nosotros hasta que terminamos. 

La cosa es que ahí estábamos todos, en una enorme mesa redonda que reservan para familias numerosas y en la que muchas veces habíamos comido con el abuelo. 

Comimos muy contentos, reímos, comentamos sobre la comida, recordamos cosas que habían sucedido o cómo nos sentíamos. Fue muy agradable, en realidad, porque –además- estaba haciendo un clima fenomenal de esos días de verano que a papá le encantaban.

De mi parte, mientras comía, sentía un profundo dolor por su ausencia pero a la vez me reconocía reconfortada debido a que, nos diéramos cuenta o no, papá había conseguido que aquél día en que nos despedimos temporalmente fuera un día familiar al que nuestro amor por él y el suyo por nosotros, nos convocó.

Agradecida por mis lágrimas

Resulta que ahora por todo lloro. 

Lloro al recordar los paseos con mi padre durante el último año. Lloro al recordar el primer poema que le recité a los tres años subida en una sillita aquella primera vez que le celebré el Día del Padre. Lloro al ver a un enfermito o a uno de sus parientes triste. Lloro al ver a don Melico viudo cuando nos encontramos en la tienda muy temprano para comprar el pan. Lloro de solo pensar que, viejo y sin hijos, no tendrá quien lo cuide. 

Cielos! Por todo lloro!

Ya más de uno me ha dicho que debo tranquilizarme y cuidarme porque estoy con los “nervios de punta”. Es probable. 

Pero lo cierto es que -nada más- quisiera que me dejaran disfrutar mis lágrimas porque estuve más de veinte años sin poder llorar. 

No sé por qué dejé de hacerlo y no viene al caso ponerme a investigar, más el asunto es que ahora lloro y lloro por todo.

Y de qué fue que empecé a llorar?

Fue de aceptar el que papá no volverá jamás a ser el mismo. De que será inevitable que el daño en su corazón le produzca pequeñas isquemias cerebrales más rápido de lo que pude haber sospechado ya que, en cuestión de tres días, no me reconoce. 

La última vez que supo quien era su hija fue el Domingo de la Misericordia. 

Será el más preciado recuerdo sobre algo que hayamos hecho juntos. 

Fue pocos minutos antes de las tres de la tarde cuando, estando a su lado, miré el reloj y faltaban más o menos siete minutos para la hora y le dije: - Papá, hoy es el Domingo de la Misericordia (a papá le encanta el tema de la Misericordia) Recemos para que el Señor nos abrace en su Misericordia. 

Con su cabeza asintió. 

Nos persignamos y empecé a orar cerca de su oído bueno. En algún momento empecé a llorar sin consuelo hasta que me dije que estaría asustándolo por lo que concluí lo más naturalmente que posible y me despedí sonriendo. 

Fui directo a mi habitación para seguir orando ya que para mí aquello no había sido suficiente por lo que entre oración y llanto saltaron de mi memoria frases sueltas como “agua del costado de Cristo, lávame”, “sangre de Cristo, embriágame”, “pasión de Cristo, confórtame”, “dentro de tus llagas: escóndeme…”
Al llegar a lo de las llagas ya no pude más. Sentí que me fundía en llanto pero a la vez me quedó tan claro que la verdadera vida ¡nace de la Cruz! 

Ahí escondida supe que mi vida no había sido vida sino hasta que fui sumergida en la herida de Su costado.
Lugar desde el que agradecida por mis lágrimas lloro ahora que por todo lloro.

¡No seré yo quien deje solo a Céfas!

Por desconcertante y dolorosa que ha sido la renuncia de un erudito y humilde Benedicto XVI y el sorpresivo cambio que ha nos ha traído la elección de un humilde y sencillo Francisco Papa, no seré yo, tal como ha dejado dicho en su muro de facebook Alonso Gracián:
“No seré yo quien deje solo al Papa, mientras el espíritu de este mundo le ataca a él y a la Iglesia como león rugiente. Porque el Señor me dirá: ¿qué hiciste, tú, para ayudar a Cefas?.
No seré yo quien me haga enemigo de Francisco porque no es tan profundo ni tan elevado ni tan perfectamente litúrgico como nuestro querido Benedicto XVI.
Hay que orar y ayudar al Papa, callar lo que no nos guste y no propagarlo públicamente a los cuatro vientos, para regocijo del maligno y mal de la Iglesia”.
No será Maricruz Tasies quien lo deje solo ya que hacerlo sería como dejar solo a mi padre quien, por más que la ciencia avance o me desviva por atenderlo, no volverá a ser quien era hace un mes. 

Me ha quedado claro: ni el Papa es ahora el mismo ni mi padre tampoco. Acaso habría que, por esa razón, renunciar a la fidelidad que les debo?

Ese es el sentido que le he venido buscando al hecho de que, paralelamente a los acontecimientos relacionados al Papa, se han desarrollado los relacionados al declive en la salud de mi padre. 

Ahora comprendo que la realidad me exige una respuesta radical en obediencia a la voluntad de Dios.
Lo que hace que me pregunte acerca de si no será esta misma radicalidad en la que fueron educados los discípulos con la Resurrección tras la cual nada para ellos volvió a ser lo mismo.

La respuesta es obvia, por lo que repito: ¡no seré yo quien deje solo a Cefas!

(Y, por supuesto, ¡tampoco a mi padre!)

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