Una de las mejores amigas de mis padres me ha confesado que la muerte
de papá le ha producido una profunda crisis de fe al punto que se ha
cuestionado sobre el sentido del sufrimiento y de la muerte así como
dudado sobre la esperanza de la Resurrección y del reencuentro con
nuestros seres queridos.
El en fondo de sus argumentos lo que advertí fue un clamor que ella
misma no ha notado al que, obviamente, deberá prestar atención para
tener posibilidad de salir de su crisis con la ayuda de la Gracia.
Ese clamor se refiere a la ausencia del Bien en su vida. Clamor que
es común a todos los seres humanos y que se traduce en “anhelo de Dios”
cuando es identificado.
Anhelamos con cada fibra de nuestro ser y con toda el alma el Bien, la Verdad y la Belleza propiedad de Dios.
En ausencia del Bien o, lo que es lo mismo, cuando llegamos a álgidos
puntos de sufrimiento, Dios parece estar dormido o ser inexistente,
situación dentro de la cual se nos presentan dos opciones:
a. Abandonarnos en la Divina Providencia.
a. Abandonarnos en la Divina Providencia.
b. Dar rienda suelta a la duda hasta hundirnos en la desesperación.
La primera opción exige humildad. Para cumplir cabalmente con la
segunda el único requisito es continuar alimentando nuestro orgullo
pensando que si bien, Dios existe, es incapaz de salvarnos.
Por tanto, la respuesta de fe para la primera es ¡Señor, sálvame! y
la respuesta de una fe quebrantada por el orgullo es para la segunda:
¿Por qué a mí? ¿Por qué a nuestra familia, a nuestro grupo, a mis
amigos, a nuestra parroquia, a nuestro país, etc.? ¿Por qué a mí?
Tras la muerte de papá el futuro jamás ha sido tan incierto por lo
que, en punto del más profundo desvalimiento, no me ha quedado de otra
que permitirle a Dios ayudarme, por lo que –en la medida en que se lo
voy permitiendo- lo único que ha rendido frutos ha sido el clamar a cada
instante: ¡Señor, Sálvame!
Y así es como vamos, El y yo, paso a paso, viviendo el día a día. Yo,
fiándome y El, cuidando de mi lo que me ha traído la paz que necesito
para mirar con optimismo mi futuro y así, con alegría, abrazarme a la
vida que por momentos se presenta incluso amenazadora.
Es tal como ese juego en el que te vendan los ojos y debes fiarte de
quien te guía para llegar a la meta. No vas a tientas porque tus ojos,
manos y pies son los de tu compañero de juego, en nuestro caso, esos
ojos, manos y pies son los del Señor.
Así como no todos somos capaces de fiarnos de nuestro guía en el
juego la mayoría ni siquiera reconoce que es incapaz de dejar que Dios
le conduzca por el camino que conviene.
Tanto el juego como en la vida, el aceptarse total y absolutamente desvalido, provoca la confianza de ser total y absolutamente amado.
Tanto el juego como en la vida, el aceptarse total y absolutamente desvalido, provoca la confianza de ser total y absolutamente amado.
A la amiga de mis padres le mencionaba que es curioso el que, siendo
tan desconfiados, conservemos todavía el anhelo de ser santos sin haber
aceptado que el camino de perfección exige de nuestra parte esos
“máximos” de abandono en la Divina Providencia.
Pensando en esto y observando las diferentes reacciones de tantos
católicos en occidente que sufrimos por tan diversos motivos me doy
cuenta no únicamente de que no estoy sola sino de que, ciertamente, el camino de la humildad es “el” camino.