Papá, mamá y yo almorzamos juntos durante tantísimos años que ya no recuerdo.
Cada día pedíamos al Señor bendijera los alimentos así como nuestras vidas en general.
Durante el último año con papá, en que le tomaba hasta 45m almorzar, resultó que convenimos en que yo seguiría con mi rutina en cualquier momento.
Eso redundó en que el tiempo que compartíamos se redujera considerablemente.
(Es raro, uno vive tan distraído de lo importante que piensa que los viejitos durarán mucho tiempo. Créanmelo, nunca sucede.)
Una vez fallecido, al darme cuenta que papá no había comido tan acompañado como siempre durante el último año y que ahora yo almorzaría completamente sola por el resto de mi vida, platiqué con el (ya saben cómo es uno en tiempo de duelo) y convenimos en que, de ese día en adelante, no obstante las circunstancias tempo-espaciales, ninguno de los dos almorzaría solo nunca más.
Todos los días, tomo mi plato de comida y me siento en el lugar de siempre.
Invoco la presencia de Dios y la de sus santos entre los que cuento a papá y mamá quienes rezan conmigo la oración de bendición (aprovechamos también para pedir por las necesidades de amigos, familiares, de la Iglesia, del mundo entero) y me acompañan hasta que termino.
No es solo mi imaginación, si lo fuera, sería vergonzoso contarles semejante cosa; es un hecho de la vida real por lo que pienso que, si eso no es comunión de los santos y celebrar a diario tan fabulosa realidad, no se qué podría serlo.
“Hay un vínculo profundo e indisoluble entre los que son todavía peregrinos en este mundo — incluidos nosotros– y los que han cruzado el umbral de la muerte para entrar a la eternidad. Todos los bautizados aquí en la tierra, las almas del Purgatorio, y todos los santos que ya están en el Paraíso forman una sola gran familia. Esta comunión entre el cielo y la tierra se realiza sobre todo en la oración de intercesión”Papa Francisco.
