8 de marzo de 2014

Un país de panaderos

Bien. No todo en la vida es drama aunque, a veces, así parezca.

La naturaleza toda me lo dice en el paisaje con su multitud de voces multicolores y en las diversas sensaciones que trae el verano.
Si, hace no más de dos semanas ha llegado el verano y este paraje hermoso en el que vivo a diario evoca el paraíso.
Como a un amigo que ausente por largo tiempo se ha extrañado lo recibió alborozada porque con el llegan los días de pasar al aire libre y recargarse al sol de vitamina D.
Un optimismo que asoma tímido entre los recodos del alma se abre paso para afincarse en el alma luego de la tempestad. Lo que produce el que, con tanta luz explotando en júbilo multicolor, me resulte imposible no apreciar la belleza, la bondad y verdad que me rodea.
Una de esas verdades que implica bondad y belleza es el hecho de que vivo en un país de panaderos.
La de tipo de panes de todo precio que existen en mi país! Madre mía!

Fíjense no más que cerquita tengo tres establecimientos en los que puedo comprar diversos tipos de pan fresco al precio más ridículo que pueda verse. Ridículo llamo al precio de un pan tipo baguette que cuesta 300 colones, es decir, 60 centavos de dólar. Lo mejor es que siempre tienen ofertas por lo que cuando compras dos te dan uno más. El caso es que te llevas a casa tres panes por menos de 1 dólar y medio. La de barriguitas hambrientas que debe llenar tanto pan. Qué maravilla!

Porque es cuestión de untarle frijoles y colocarle unas rebanadas de tomate para que la pancita vacía de cualquier niño quede repleta y bien alimentada.
En mis viajes tiendo a buscar pan pero ni en Perú ni en México, por ejemplo, he hallado –a pesar de su sobresaliente gastronomía- los buenos panes que encuentro en mi tierra.
Eso se debe a que existe una institución financiada por el estado que se ha dado a la tarea de formar panaderos. Lo viene haciendo hace años, con decir que mamá, aprendió panadería con ellos. Ahora, tras décadas de estarlo haciendo, montones de jóvenes aprenden el oficio y según descubren que tienen vocación y más o menos talento, la misma institución los financia para que continúen su especialización; de tal manera que, por ejemplo, en establecimientos populares se puede hallar pan tipo italiano, francés, español, en todas sus variaciones al lado de nuestras típicas trenzas de canela, con queso, dulce o salado, con o sin relleno de queso crema, crema pastelera, mermelada, etc.

Eso hablando solo de panes, porque si de otros productos habláramos no me alcanzaría la vida ya que en toda pulpería no faltan roscas, gatos, biscochos, tosteles, arreglados con o sin arreglar, cangrejos, prusianos, queques, pudines, tamal asado, galletas, etc. La variedad es infinita y el precio al alcance de cualquiera.

Yo digo que un país en el que los jóvenes por necesidad o no, deciden estudiar panadería (con todo lo que el oficio implica), debe ser un país de personas de una gran humanidad.
Un país en el que llamar a Cristo “Pan de Vida” no debe sonarles tan descabellado. 

Lo cual, junto al verano, me hace caer en la cuenta de lo glorioso que es comerlo líbremente sino vivir en un país de panaderos.


Muchas, quizá demasiadas cosas negativas nos hacen pensar que lo único importante es tratar la vida con gravedad, pero que nuestro sentido de la responsabilidad no nos impida regocijarnos por la llegada del verano y en las pequeñas grandes cosas que a la vez suceden.

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