26 de septiembre de 2009

¡Los caminos de Dios son, indiscutiblemente, inescrutables!

"...sólo tomar conciencia atenta
y también tierna y apasionada de mí mismo
puede abrirme de par en par y disponerme
para reconocer, admirar, agradecer y vivir a Cristo. Sin esta conciencia incluso Jesucristo se convierte en un mero nombre". L. Giussiani
Hablando recientemente con una amiga, le decía que me divertía recordar la forma en que Dios me extendió el camino de vuelta a El. Recordaba con ella algunos eventos de mi pasado y las terribles heridas que habían provocado en mi y de cómo fue el Club 700 (un viejo programa de televisión producido por Pat Robertson, un pastor evangélico) que con los testimonios de vida que presentaba me hizo volver la mirada hacia mi misma, hacia el desastre emocional y espiritual en que me encontraba. Si, Dios Todopoderoso y Bueno, me puso delante el Club 700 para hacerme retornar a El y en El a mi amada Iglesia católica. Evocar este recuerdo y leer hoy a L. Giussiani me han hecho caer en la cuenta que lo sucedido entonces fue precisamente que tomé conciencia atenta, tierna y apasionada de mi misma… eso no solo me procuró la salud emocional que necesitaba sino que me condujo hacia Jesucristo. Jesucristo que siendo Dios se rebajó hasta mi condición y probó en su carne nuestras miserias, Jesucristo que dejó para mi de ser un Dios lejano para tornarse un amigo, un compañero de jornada que atento, respetuoso y considerado hacia mi persona, hizo ofrenda de sí mismo en amistad de forma absoluta e incondicional. Fue con esta entrega sobrenatural y generosa de su amistad cuando le reconocí como verdadero Dios. Dejó de ser un mero hombre, para transformarse en Dios que habitando en mi se me presenta como la imagen divinizada de mi propio ser, como el ser humano no solo al que aspiro, sino por el que fui llamada a la vida. Fui llamada a la vida para reproducir su imagen, imagen de un ser humano que ama hasta el extremo, capacitado para amar mediante el amor con que ha sido amado. Haber tomado conciencia atenta, tierna y apasionada de mi misma, efectivamente, fue lo que abrió de par en par las puertas para disponerme a reconocer, admirar, agradecer y vivir a Cristo Y es por esta conciencia atenta, tierna y apasionada de mi misma que desde entonces me resulta cada vez más sencillo reconocer no solo mis miserias sino los dones y talentos con que he sido regalada, lo cual me permite a la vez, reconocerlos en los demás y esperar –como Dios espera de mi- siempre lo mejor de mis semejantes. Tengo la impresión que esta confianza en el ser humano es poco usual porque no han sido pocas las veces en que se me tacha de ingenua o irracionalmente confiada, pero es que no puedo hacer menos; si Dios ha puesto una confianza ciega en mi, con qué autoridad podría colocar menos en mis congéneres? Lo hermoso de esta confianza ciega que deposito en el ser humano, es que deriva de la confianza ciega que he reconocido Dios ha despositado en sus criaturas; es una confianza que tiene origen en una dimensión sobrenatural, que fluye de Dios hacia el ser humano y de nosotros hacia los demás retornando a El, como un escudo o coraza que nos vincula, como el amor que fluye en el seno de la Trinidad. Y es real, porque de ella está prendida mi existencia, mediante la cual vivo una vida maravillosa y feliz, a pesar de mis miserias y de las calamidades de la vida. Si esta es la confianza que existe entre las Tres Divinas Personas, cómo no va uno a desearla y procurarla para los demás? Y es que he descubierto en ello algo que ha sido de vital importancia para mi vida: de la confianza deriva la obediencia, alguien que confía es alguien que obedece. Se obedece a los padres, a los hermanos o amigos porque sabemos nos aman y procuran nuestro bien. Se obedece a Dios por las mismas razones. Por eso me he atrevido a afirmar recientemente, que la vida de mis contemporáneos está invadida de desconfianza, ya nadie o muy pocos saben a quién dirigirse para conocer la verdad, se ha desconfiado de Dios y la confianza del hombre en su propia especie se ha deteriorado hasta tal punto que está provocando los estragos que observamos y experimentamos todos los días en las relaciones humanas y entre las naciones. Hace muchos años ya, me di cuenta que no confiaba en Dios, no confiaba lo suficiente, por esa misma razón, y porque ya me había adherido a sus propuestas, fue que empecé a clamar al cielo por ser regalada con una confianza de tal magnitud que yo misma no me la podría siquiera imaginar. De esta confianza es de la que hablo aquí. Confianza que me está siento utilísima, por ejemplo, en estos momentos en que dentro de la Iglesia han surgido tantas disensiones públicas hacia las directrices del Pontífice Benedicto XVI, para llamar la atención de mis hermanos en la fe, así como de todo tipo de personas, hacia abandonar la duda o el resquemor y dirigirse hacia la Verdad, en confianza y en ella hallar, inexorablemente, la Esperanza. Por todo esto es que he llegado a la conclusión que, confiar en la Providencia Divina y en el ser humano, es mi papel en este momento de la historia y me resulta maravilloso que la ruta hasta aquí haya iniciado en algo tan fácil de escribir como de hacer como es tomar conciencia atenta y también tierna y apasionada de mi misma. Pero también, y como mencioné al principio, divertido me resulta también recordar el papel que cumplió en todo esto el famoso Club 700. ¡Los caminos de Dios son, indiscutiblemente, inescrutables!

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