27 de diciembre de 2013

La práctica del dippity-do eclesial

El Dippity-do era un producto gelatinoso que servía para mantener los pelos en su lugar.
Era la versión original de lo que se conoce como “gel” pero, según recuerdo, más concentrado ya que le dejaba a uno los pelos como embarrados con cemento invisible.
A mis primas les recogían los suyos en una cola de caballo para luego embadurnarles el dippity-do. Una sola vez le dejé a mamá hacerme la bendita cola. Una vez. Nada más.
Me parecía espantoso que algo como el cabello, creado para ser libre, fuera reducido en su dignidad por esa substancia extraña a categoría de inútil casco solo por guardar las apariencias. Sí, porque verse peinado, limpio, formal, cumplidor, era el objetivo.
Con el pelo así nadie podría ni siquiera sospechar la clase de desorden emocional o espiritual que podría haber estado cargando el niño o adolescente en su cabeza. Terrorífico, la verdad.
Pónganse a ver. Quién podría considerar necesario utilizar el dippity-do para el peinado? Alguien, con el perdón de quienes todavía lo utilizan, que desconfía de la libertad de los pelos. Alguien que busca controlar su circunstancia.
Pues bien, hablando sobre el dippity-do me parece que se ha puesto de nuevo de moda el bendito pegamento pero no para reprimir la libertad de los pelos sino la gloriosa libertad de los hijos de Dios.
Entre muchos católicos parece que se ha vuelto muy “chic” recurrir a cuanto de normativa ha desarrollado el Magisterio para mantener dentro del ámbito de su control a cada uno que, como los pelos, pretenda escaparse del lugar que le corresponde.
Me refiero, como caso extremo, a lo que hacemos mortales comunes y corrientes como sería recurrir a frases aisladas de la Escritura para condenar acciones del Santo Padre o de nuestros hermanos, como por ejemplo, censurando a los del camino neo-catecumenal o a los carismáticos por lo que hacen con la liturgia, desconfiando del buen juicio de la Iglesia en cuanto al Summorum Pontificun, a Taizé y a la relación con los ortodoxos o judíos.
La “práctica del dippity-do” ha contaminado todos los niveles de nuestras relaciones como, por ejemplo, cuando con nuestros juicios tratamos de reducir la dignidad de un miembro comprometido de nuestra comunidad o la de algún converso que, por novato, dice alguna tontería.
Supongo que estarán al tanto del caso de los Franciscanos de la Inmaculada que nos tiene azorados ya que nadie comprende lo que allí sucede. Lo único que comprendemos es que los monjes, como buenos niños, se dejan amarrar los pelos con la práctica del dippity-do eclesial.
Sea como sea y donde sea que dicha práctica acaezca, para mí es de terror y muy merecedora que se le denuncie ya que, por atentar directamente contra la libertad, es de lo menos cristiano que al día de hoy pudiésemos haber inventado.
Nos lo hemos inventado porque desconfiamos de la infinita libertad de Dios, de su plan, de sus promesas y de su poder. Lo que, para mí, al lado de constituir verdadero terrorismo cristiano, es una auténtica ofensa a la Gracia.
Blasfemia, creo que la llaman.
Parece mentira pero, aun conociendo las implicaciones, muchos no están dispuestos a abandonar “el producto”; es decir, no saben cómo o no quieren renunciar al control.

Cosa grave pero, en fin, hemos de respetar su libertad que para eso está la Gracia.

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