Me lo dijo un apreciado sacerdote cuando le conté de la fractura de
pelvis de papá. Me dijo que el Señor nunca da una cruz sin dar la
fortaleza para llevarla. Cuánta razón tiene!
Hoy, sentada en la computadora y afuera cayendo un fuerte aguacero;
siendo la primera tarde en tres semanas que puedo sentarme a invertir un
poco del poco tiempo que tengo ahora en una de las cosas que más me
gusta sin estar extenuada, he caído en la cuenta de algo muy importante:
me han venido preparando para dar la cara con alegría ante esta dura
situación de mi papá.
Para eso, también en parte me sirvió conocer el carisma de don
Giussani, para comprender que “Dios es el ambiente de mi vida”, que
existo en su presencia.
Me han venido preparando ya que, les confieso, nadie nace preparado
física, emocional ni espiritualmente para, de un día al otro, verse con
la responsabilidad de cuidar de un padre anciano postrado en cama.
La primera reacción es querer a salir corriendo dejando al viejito a
cargo de algún extraño o ponerlo en un ancianato donde personas con
vocación (o sin ella) se hicieran cargo. Pero no. Eso no ha sucedido!
No salí corriendo y, al día de hoy, luego de varias veces que -junto a
mi hermana- pensamos que estábamos punto de resquebrajarnos, no
sucedió. ¡No sucedió!.
Cómo ha sido posible eso? Pues nada, lo ha sido solo por aquello que
dije al principio: el Señor es el “ambiente de mi vida”, mi existencia
es más Su vida que la mía.
De ahí esa fortaleza de la que mi hermana y yo no sabíamos bien de
donde venía. Viene de aceptar la Cruz. Viene de que Dios existe.
“¿Existe Dios?", la respuesta es: “Existe y está con nosotros; esta cercanía de Dios tiene que ver con nuestra vida, este estar en Dios mismo, que no es una estrella lejana, sino que es el ambiente de mi vida". Esta sería la primera consecuencia y, por lo tanto, tendría que decirnos que tenemos que tener en cuenta esta presencia de Dios, vivir realmente en su presencia.
Benedicto XVI