“Señor, en medio de mi cruz creo que tu Corazón me la envía o permite que me venga, para mi bien y, porque me quieres”
P Urrutia SJ
Uno es tan cándido que le dice al Señor cosas como: “Hágase tu voluntad”, “Pongo mi vida en tus manos”, “Moldéame como al barro lo moldea el alfarero”, etc., y, cuando lo dice, lo hace –básicamente- por dos razones:
a. Uno desea de corazón ver cumplida su voluntad.
b. Uno lo dice porque no sabe lo que está diciendo.
De cualquier forma, uno debe tener una gran fe o estar completamente loco para pedir al Señor que se haga su voluntad ya que -en el fondo- ni idea tiene de lo que está pidiendo. ¡Ni idea!
Yo, muy convencida, por ejemplo, se lo dije hace una semana; muy pero muy segura y confiada en la sinceridad de mis palabras, por lo que debe ser que el Señor, que así tanto me quiere, me lo concedió.
Me ha dado un tan gran regalo, tan pero tan grande, tan difícil en este momento de mi vida de aceptar que no me ha quedado más remedio que aceptarlo y, además, con gratitud.
Con una gratitud tan grande, tan pero tan grande, que pienso que jamás pude haberle pedido nada mejor que hacer su voluntad.
Es como lo que dijo mi anciano padre al médico que le intervendría quirúrgicamente luego de que éste le explicara la gravedad de su fractura de pelvis y el procedimiento quirúrgico al que se sometería dentro de unas horas.
Dijo mi padre: - “¿Quiere decir, doctor, que no pude haber hecho nada mejor por mi salud que haberme fracturado?”
¡Exacto!
No existe nada en esta vida mejor para la salud que hacer la voluntad de Dios.
“Aceptar no es resignarse porque no hay otro remedio; ni sentir gusto natural en sufrir -eso sería un absurdo-, ni dejar de pedir que pase el padecimiento. Aceptar es costoso y, a Cristo, le costó sudar sangre al decir: “Hágase tu voluntad", después de haber pedido, sin resultado, que pasase el cáliz”
P Urrutia SJ