10 de junio de 2013

El Señor no abandona la obra de sus manos

“Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza, cumple tus votos al Altísimo e invócame el día del peligro: yo te libraré y tú me darás gloria”.
Salmo 49
Tengo a tan solo 12 minutos de mi casa a los Heraldos del Evangelio por lo que es una alegría trasladarme cada domingo a su sede para la misa.

Todavía no tienen una capilla propiamente dicha pero la amplia habitación que han adaptado posee un hermoso altar preparado dignamente y algo de lo mejor es que el recinto es lo suficientemente pequeño como para que, sentándome justo delante del coro, pueda escucharlos cantar polifonía o gregoriano de tal forma que las palabras parecen salir de mi propia cabeza lo que me sirve para rezar.

Porque, saben? Rezo los cantos de la misa. Todos ellos. Lo hacía cuando no conocía a los Heraldos pero ahora que los conozco, todavía mejor, ya que los suyos son cantos litúrgicos por lo que mi mente y corazón rezan conectados a la oración de Cristo en la Iglesia. 

Ayer, durante la misa, noté que -desde que asisto a misa con ellos- entro y salgo muy tranquila. Eso por un lado. Por otro lado, ese Evangelio de ayer fue algo especial: “No llores”, le dijo el Señor a la viuda. 

El padre Andy nos hizo notar cómo podría haber sido el tono con que el Señor pronunció esas palabras para que tanto la viuda como los presentes atendieran y guardaran silencio. 

Es cierto, dicho por el mismo Dios, esas palabras deben resonar con fuerza en lo más profundo.

Pues bien, reflexionando en ello, llegamos a la consagración y fue cuando volví a escuchar: “No llores”. Esta vez el Señor no se lo decía a la viuda sino a mí: -“No llores, Crucita. Ya ves? Estoy aquí!”. 

Les confieso que en ese momento la conciencia que tuve de mi fue como la de una niña en brazos de su padre.

Uno en misa recibe gracias de las que, con frecuencia, no es sino a largo plazo que se da cuenta pero otras de las que su resultado es inmediato. Ayer fue una de esas ocasiones. 

Porque, saben? He venido llorando. Ahora lloro por todo y esto viene así desde que papá y yo oramos juntos en la Fiesta de la Divina Misericordia. 

No lloro únicamente por su ausencia sino por lo que ésta ha provocado pero también porque parece no haber día en que haya malas noticias en la Iglesia y en el mundo; tantas y tan graves que, a veces, el dolor me desgarra ya que parece gritar en medio de estruendosas carcajadas que Dios se ha olvidado de nosotros.

Lo cual es una soberana mentira ya que el Señor no abandona la obra de sus manos

Eso lo sé -ya que a mí- para empezar, me tiene rezando misa con los Heraldos del Evangelio pero, sobre todo, llenando con Su Presencia mi alma de gran consuelo.

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