“En algún momento se hará pasmosamente claro: sí, yo soy Israel. Soy el buey que conoce a su dueño. Y cuando entonces descendamos estremecidos del pedestal de nuestra soberbia, sucede lo que dice el salmista: el corazón se eleva, gana altura, y la presencia oculta de Dios penetra más hondamente en nuestra enmarañada vida. Adviento no es ningún milagro súbito, como prometen los predicadores de la revolución y los mensajeros de los nuevos caminos de salvación. Dios actúa con nosotros de forma muy humana, nos conduce paso a paso y nos espera. Los días de Adviento son como una llamada silenciosa a la puerta de nuestra sepultada alma para que tengamos la audacia de ir al encuentro de la presencia misteriosa de Dios, la única capaz de liberarnos” Joseph Ratzinger
Tras la lectura de esta cita del Papa reconocí algo hermoso de la vida y del Adviento, del cual, no se por qué, vengo con el telele de que se me figura como la vida misma: un camino de esperanza hacia la liberación.
Adviento es el camino de Israel por el desierto, el camino de cualquiera de nosotros por esta vida.
Hoy el Evangelio nos trae el Magníficat, ese gran “Si” de aquella jovencita que no solo descendió como mujer al fondo de la humillación viéndose embarazada fuera de su matrimonio sino de quien, por Llena de Gracia, en santa humildad dio la cara a esa realidad que la golpeaba en lo más profundo de su ser, en lo humano tanto como en lo espiritual.
Pues bien, anoche publicaron los nuevos nombramientos en la arquidiócesis, humillada de nuevo al constatar a la vez la humillación de tantos sacerdotes que sin parroquia siguen sin ser nombrados habiendo tanta necesidad. Ayer también corrieron voces que el Arzobispo deja su cargo el 23 de diciembre por lo que muy probablemente cuestiones importantes quedarán pendientes y de nuevo ayer, más frustración con lo de la FSSPX.
Por donde quiere que se lo mire este Adviento, como la vida, ha traído consigo a cada instante algo del dolor del desvalimiento de Israel en el desierto, pero a la vez, ha dejado en evidencia lo humano de nuestra condición y de nuestra infinita necesidad de Dios.
Qué puede, entonces, ser mejor que esta realidad que nos abruma? Nada, porque nos revela su Presencia.
Una presencia que posee aspecto humano en Su propio desvalimiento el cual se le anunció en el trajín por el que pasaron María y José horas antes, durante y después de Su nacimiento. Desvalimiento que acompañó a la Sagrada Familia durante toda su existencia.
Si no le ahorró el Señor a Israel su camino por el desierto, si no se lo ahorró a su madre y a José, si no fue su voluntad nacer en cuna de oro y con cada detalle bajo control, por qué razón habría de ahorrárnoslo a nosotros?
Que durante este Adviento y en la certeza de Su compañía lleguemos a exclamar: ¡Si, yo soy Israel!. Me reconozco impotente, desvalida y frágil ante una realidad que me sobrepasa pero también soy el buey que conoce a su dueño.