7 de abril de 2012

“Amigos, nos alegréis solo de lo que ha pasado!”

Híjole! Estaba escribiendo esta entrada o más bien, lo que fue de ella, cuando llegó hasta donde me encontraba una persona de pésimo humor. 

Soporté sus asperezas y su enfado venciendo mi carácter y mis pasiones. Renuncié, no se ni cómo, a mi inclinación a querer tener siempre la razón. Debí reconocer ante ella mis imperfecciones por lo que además me despreció y criticó; sin embargo, una vez se fue de mi lado (y se me pasó el sobresalto) noté el gran provecho que fue este suceso para mi alma.

Pero bien, ya trataré este asunto más adelante, el caso es que no deja de sorprenderme para qué, justo en el momento en que estoy escribiendo, me sucede -precisamente- sobre lo que estoy escribiendo?

Me explico. 

De esa entrada, ahora inexistente, quería cerrar el argumento con una cita de san Francisco de Sales por lo que estaba hilvanando las ideas para llegar ahí, a partir de una cita del padre Julián Carrón en la que mencionó lo que le impresiona aquella vez cuando los discípulos, al regresar de misión, están muy contentos. Literalmente dice:
“me asombra mucho ese episodio en que los discípulos vuelven contentos de su misión: tienen delante a Jesús [ ] carnalmente presente. Pero, ¿basta esto para que se den cuenta de Él, de su diversidad? En efecto, ellos están más contentos por el éxito y por los milagros realizados que por Él. “Pero, ¿os dais cuenta? No os alegréis sólo de lo que ha pasado, alegraos de que esto es sólo el comienzo de lo que os tengo preparado; y lo más importante es que os he elegido, os he llamado amigos, que sois Mis amigos”
Caray, es cierto! Suceden cosas muy bonitas y alegres, sobre todo en Semana Santa: procesiones, confesiones, reconciliaciones, conversiones. Mucha belleza, mucho entusiasmo, mucho éxito pastoral. Muchísimo. Tanto que perdemos de vista lo esencial. 

Pero, bien, volvamos a la pregunta: ¿para qué es que, justo en el momento en que estoy escribiendo, me sucede –precisamente- sobre lo que estoy escribiendo?

Sucede, en primera instancia, para que pueda mirar la hondura de la necesidad de la persona malhumorada que se llegó hasta mí y mirar, de paso, hasta el fondo de la mía. Por eso es que el padre Carrón tiene razón cuando señala:
“en esto radica toda la novedad de Jesús: [ ] Sólo Él sabe darse cuenta de toda la necesidad de sus amigos, es el único capaz de no reducirlos, como ellos mismos se reducen, y justamente porque los mira así [ ] según toda la hondura de su necesidad, les dice: «Amigos, ¡no os contentéis con esto!(refiriéndose a los milagros), porque estas son todas consecuencias, son indicios; lo más interesante de lo que os ha pasado es que os remite a otra cosa».
Y, debido a que, esa “otra cosa” a lo que remite es a lo esencial, es decir, a Cristo, a nuestra amistad con El, es que se me hace imposible hoy no amar sin medida a esa persona a quien, en otro momento de mi vida, hubiese -sencillamente- enviado a freír churros a la punta del cerro. 

Por lo que esta viene a ser la respuesta a esa rara pregunta y el gran provecho que fue este suceso para mi alma:
Sucede ante mis narices sobre lo que estoy escribiendo para me vea obligada a reconocer a Cristo amando sin medida y para que mi libertad se disponga, por Gracia, a amar sin medida también. Así de sencillo.
Por eso es que, “Amigos, nos alegréis solo de lo que ha pasado!”

“El condescender con el humor de los demás, el soportar las acciones y las maneras ásperas y enojosas del prójimo, las victorias sobre nuestro propio carácter y sobre nuestras pasiones, la renuncia a nuestras pequeñas inclinaciones, el esfuerzo contra las aversiones y las repugnancias, el franco y suave reconocimiento de nuestras imperfecciones, el trabajo continuo que nos tomamos para conservar nuestras almas en igualdad, el amor a nuestro abatimiento, la benigna y amable acogida que dispensamos al desprecio y a la crítica que se hace de nuestra condición, de nuestra vida, de nuestra conversación, de nuestras acciones, todo esto, Teótimo, es, para nuestras almas, más provechoso de lo que pudiéramos pensar, con tal que lo dirija el amor celestial”
San Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios

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