20 de abril de 2012

"Suceda lo que suceda, y veas lo que veas, has de guardar silencio"

 
He venido pensando en las situaciones en que me he metido y he salido trasquilada. Han sido todas situaciones en las que no he sabido o querido tener paciencia.

Para tenerla, he aprendido que por un lado tendría que haber puesto en juego recursos con los que me han equipado como es la libertad, la inteligencia y la capacidad de amar, pero también haber deseado ejercitar mi voluntad en adquirirla; es decir, cuando se elige la impaciencia significa que existe una voluntad debilitada y una afición o apego que nos impide actuar libremente. 

Vista como se la vea, la impaciencia no tendrá otro resultado que el fracaso tal y como le probado en carne propia una y otra vez.

En el fondo viene a ser una cuestión de falta de confianza en Dios. 

Para trabajar sobre la confianza en Dios no es suficiente el propio esfuerzo ya que la desconfianza en ocasiones se arraiga en la propia vida debido a sucesos en la historia personal, es decir, por experiencias que lo transforman a uno en persona desconfiada. Termina siendo la desconfianza un desorden de los afectos que impide ser razonable y, por tanto, obstaculiza el camino a la verdad y al bien.

Una vez hace muchos años, reconociéndome persona desconfiada e inhábil para obtenerla por mi cuenta, la imploré al cielo por lo que puedo decir que, al día de hoy, he mejorado pero me falta todavía mucho camino para llegar a tener esa confianza en Dios que pido en los siguientes términos: “que sea una que jamás podría yo imaginar”.

La cuestión es esa, la desconfianza produce impaciencia y ésta grandes males. 

Eso es lo que observo sucedió cuando el otro día quise ofrecer razonabilidad en un grupo que ardía por denunciar abusos en la liturgia. En esa ocasión ni los denunciantes tenían disposición para ser razonables pero tampoco los denunciados, así que, la hija de mi madre salió trasquilada debido a la impaciencia que la llevó a “tratar de poner orden” a otros desconfiados e impacientes.

Los tiempos que vivimos de muchas maneras nos están, ya no solicitando u ofreciendo, sino exigiendo confianza en la Providencia Divina o, lo que traducido sería: confiar en que el camino que transitamos conduce, inevitablemente, a ponernos delante de un bien (como la paciencia) que tarde o temprano nos veremos obligados a elegir. 

Y es que, fíjense bien: qué es lo que por lo regular nos mueve? Nos mueve el deseo de que la realidad sea otra, mucho más agradable, mucho más perfecta, mucho más “coherente” (cosa que nunca es) por lo que una vez tras otra nos damos de narices contra las personas y las circunstancias.

Una vez admitiéramos la realidad tal cual es y que, a pesar de lo que debería ser y de nuestro esfuerzo por mejorarla, persiste en ser lo que es, la razonabilidad con que nos han equipado tendría que ayudarnos a aceptarla, pero no lo hacemos.

En ese sentido me ha resultado esclarecedor un relato noruego que describe Alfonso Aquiló Pastrana en uno de sus artículos publicados en conoze.com el cual ha titulado “La impaciencia de los hombres”

No solo me ha echado luces sino que es de ahí de donde tomé el título para esta entrada por lo que si desean saber las razones que tuve para hacerlo, tendrán que echarle con paciencia una miradita.

¡Feliz fin de semana!

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