En México se me desordenó un tanto la vida debido a la diferencia de horario.
No me lo van a creer, solo tenemos una hora de diferencia, pero el
itinerario de un día normal de los mexicanos poco tiene en común con el
nuestro en Costa Rica; por ejemplo, despiertan a diferentes horas y
abren los establecimientos a las mismas diferentes horas; luego,
desayunan entre 9 y 11 de la mañana, comen (nuestro almuerzo) entre las 2
y 3 de la tarde y van cenando…, pues, ni se a qué hora van cenando
porque a esa hora ya estaba intentando dormir arrullada por tanta
música hermosa que me llegaba de todas partes desde la calle. Fue
divertido, la verdad, tratar de adaptarme.
Pues bien, el segundo día de mi estadía desperté a las 5:30am, o sea,
de noche todavía. Debí esperar una media hora, aproximadamente, para
salir a un “7eleven” a tomar un café y un “sanguchito” de desayuno ya
que ni el restaurante del hotel estaba abierto a esa hora.
Con mi sanguchito en una mano y mi café en la otra me fui a sentar a
la plaza al lado de la Catedral de Guadalajara donde a esa hora ya
estaban trabajando los jardineros a quienes, de paso, pregunté sobre si
conocían la ubicación del Templo del Pilar ya que es la sede de la
Fraternidad Sacerdotal San Pedro la cual quería ubicar cuanto antes,
mejor. Desconocían su ubicación. Sin desanimarme, me dispuse a elegir
una banca y me senté a observarlos mientras desayunaba.
Más allá, unas dos bancas de frente hacia mi derecha, había un
indigente durmiendo cubierto casi hasta las pestañas por una cobija
sucia. Lo miré y miré mi desayuno y fue cuando me dije: - “Caray!. Esta
persona va a despertar y no tendrá nada para comer. Es muy probable que
sea yo la única persona que en este momento de la historia esté pensando
en ella y le preocupe su situación; así que –cuando termine de comer-
al menos le dejaré en la cabecera las monedas para su desayuno”.
Al sentir que me aproximaba, se despertó y me miró. Le dije que era
para su desayuno. Sus ojos sonrieron al filo de la cobija dándome las
gracias.
Saben? Hace mucho reflexionando sobre mi misma, lo que sentía y
pensaba ante una persona indigente, cai en la cuenta de que para muchos
de nosotros, quizá, ellos representan el fracaso ante el mundo que tanto
tememos; lo que pasa, es que no queremos admitir que en lo más profundo
somos verdaderos indigentes ante Dios y que, muy probablemente, si nos
pudieran ver el alma con rayos equis, nos veríamos por dentro igual,
tanto o peor que ellos. Admitida esta realidad por eso se me hace
tremendamente difícil el que me sean indiferentes.
Pues bien, estando muy conciente que en país extranjero darle su
desayuno era lo único y mejor que podría llegar a hacer por esa persona,
me alejé caminando para continuar mis indagaciones sobre el Templo del
Pilar.
Cuando minutos más tarde regresaba por el mismo camino, lo encontré
sentado y acomodando su cobija para partir de ese lugar. Observé que era
joven y, además, de tez morena y ojos azules o verdes en un rostro
hermoso, la verdad. Me reconoció, de tal manera que le sonreí de vuelta y
de nuevo me dio las gracias. Sin más, se puso de pie y empezó a caminar
a mi lado. Noté que era muy alto.
Despuecito me preguntó que de donde era. Le dije que de Costa Rica.
En eso, metiéndose la mano en el pantalón, dijo: -“No me lo va a creer”.
Sacó su cédula de identidad costarricense la que miré de reojo nada
más.
¡Asombroso!
Asombroso que me encontrara con un coterráneo en tierra mexicana pero sobrecogedor que fuera un indigente y además tan joven.
Haciéndole preguntas que respondía con toda naturalidad me dijo que
yendo para Canadá le habían robado su dinero y pasaporte; que ningún
gobierno se interesaba por su situación y que quería regresar a casa ya
que estaba preocupado porque pensaba que tenía dengue y su rodilla
lesionada le dolía mucho.
Cuando le ofrecí ayuda a mi regreso a Costa Rica no quiso hablar más, sencillamente, me extendió la mano y se despidió.
Su nombre es Mauricio.
Su nombre es Mauricio.
Todavía no comprendo y no se si lo comprenderé alguna vez por qué o para qué fue que el Señor permitió que nos encontráramos.
“Mucha admiración me causa esto y me llena de estupor; viajan los hombres para admirar las alturas de los montes, y las grandes olas del mar, y las anchurosas corrientes de los ríos, y la inmensidad del océano, y el giro de los astros, y se olvidan de sí mismos”
San Agustín, Las Confesiones 10,8,15
NOTA: La fotografía es de la plaza que mencioné. La banca de Mauricio es la segunda a la derecha.
Gracias, Néstor Mora, por esa cita tan oportuna de San Agustín que colocaste hoy domingo en tu muro de facebook.
Por cierto, no se si debería de celebrar, pero ésta es la entrada número 600 en este blog en Blogger.