12 de noviembre de 2010

Mis lechugas tienen todo que ver con Dios

Esta entrada es una entrada de fin de semana, es decir, será una entrada ligera y alegre, justo para relajarnos y descansar.

Empezaré por narrarles el embrollo que significa para mi cada viernes que es el día que debemos recolectar, lavar y empacar mil lechugas hidropónicas para una de las más, sino la más importante empresa que compra y distribuye hortalizas y legumbres a nivel nacional.

Para empezar, esta labor de los viernes sería muy sencilla si tuviéramos más experiencia, pero no la tenemos y eso, al lado de que lo hace más difícil también le imprime un grado de tensión lo suficientemente intenso como para que este día sea, además del último día de trabajo de la semana, el más arduo.

Les ofrezco un único detalle: para cumplir con esta labor debemos contar con al menos seis personas y casi nunca llegan las mismas seis personas debido a que los trabajadores de campo son la cosa más inestable de este mundo ya que, por lo regular, trabajan por horas y viven al día; de tal manera, que nunca se puede contar verdaderamente con ellos.

Como esto es así, cada viernes debo entrenar de dos a tres personas lo cual me exige supervisarlas muy de cerca para que el equipo rinda lo necesario, ya que si no lo hace, podríamos terminar con el proceso entrada la noche y nadie quiere eso un viernes.

Junto al entrenamiento, existen decenas de asuntos que deben recibir atención de tal manera que para cuando llega el mediodía me encuentro a punto de caer rendida ya que todos estamos de pie desde las 4 de la mañana.

Sea como sea, por lo regular al terminar el día la tarea se realiza y el sábado a primera hora salen las lechuguitas frescas a su destino.

Sin embargo, surgen irregularidades, como en un par de ocasiones ha sucedido durante los nueve meses que tenemos de haber iniciado nuestro proyecto, que las lechugas por su peso, no cumplen con los estándares de nuestro comprador y debo entonces (como loca) salir corriendo a ofrecerlas a verduleros, restaurantes, sodas, abastecedores o sencillamente disponerme a venderlas a la orilla del camino frente a mi casa el sábado durante algunas horas en las cuales me entretengo horrores con los vecinos y transeúntes que divertidos me ven con delantal bajo una enorme sombrilla de playa ofreciéndolas muy baratas.

Ahora bien, qué tiene todo esto que ver con este blog que se supone trata sobre Dios y temas de religión? Tiene todo que ver.

Nuestro negocio está apenas empezando, todo lo que teníamos lo hemos invertido en él, por eso, verme con 100 lechugas que no me recibe el comprador me sirven de acicate para echarme de zambullida en una circunstancia que hasta hace poco era ajena para mi, una que tiene que ver, por un lado, con el desafío que plantea a la creatividad la necesidad de recuperar de alguna forma al menos parte de la inversión y, por otro lado, la zambullida en aquella confianza tan enorme en la Providencia Divina por la que he venido implorando desde hace más de una década.

Toda la locura y el cansancio del viernes, el susto de verme con 100 lechugas sin cliente y ese último esfuerzo por venderlas se convierte, en razón de esa enorme confianza en la Providencia Divina (y en cuestión de pocas horas) en chorros de alegría, gratitud y satisfacción al verme sin una lechuga en la mano y con algunos billetitos en la bolsa del pantalón.

Por eso es que digo que mis lechugas tienen todo que ver con Dios.

Nota: La primer fotografía es de una parte de la plantación, la segunda de dos de las personas que nos ayudan, la tercera la de una de mis más preciosas lechugas.

Verdad que al verla dan ganas de decir ¡Deo omnis gloria!?

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