17 de mayo de 2011

Prejuicios y conversión

Los prejuicios vistos desde la mirada de un ilustrador, como lo soy, se presentan como grotescas costras de color marrón adheridas a algunos de los órganos más importantes del cuerpo humano como son los que le permiten relacionarse: ojos, oídos y boca, pero también el corazón y el cerebro, con esto quiero decir que los prejuicios son el mayor obstáculo que he encontrado para la comunión.

Conozco muchas personas prejuiciosas, soy una de ellas, pero porque he identificado en mí esas costras es que me he dado a la tarea de irlas desprendiendo tal cual haría un cirujano plástico al procurar un “extreme make-over”.

Les confieso, la tarea para un cristiano como para un cirujano plástico no es fácil (más difícil cuando no imposible, si procura hacerlo sin contar con el auxilio del bisturí de Dios) de hecho es muy dolorosa porque le obliga a uno, primero, a mirarse a la cara, luego a decidir si desea o no convivir con lo que ve y tercero, que para cuando uno se decide ha quedado expuesto a un par de cosas no necesariamente placenteras.

La primera cosa poco placentera es que consigue uno ser realista. Haber enfrentado la realidad hasta ese momento según lo han permitido nuestras costras ciertamente nos habrá ofrecido complacencia pero a la vez –de seguro- nos ha retrasado en llegar a ser la criatura que Dios tenía pensada al traernos a la vida.

La segunda cosa desagradable, que deriva de la primera, es que uno madura. Madurar es doloroso porque cae uno en la cuenta de que está completamente solo, que no depende más que de su propio criterio y en el peor de los casos, del de los demás; criterio propio o ajeno, el cual si además no está arraigado en el criterio de Dios, es la peor herramienta a la que un humano puede confiarle la guía de su existencia. 

Pues bien, tras los primeros pasos hacia llegar a ser una persona que mira la realidad de frente se da uno cuenta que la mayoría la hemos estado evadiendo por largo tiempo, lo cual lo hace caer a uno en la cuenta de que en adelante tendrá que aprender a convivir con personas poco realistas e inmaduras. Antes, todas ellas, según la reducida visión que nos permitían las costras, eran solo personas neuróticas o un tanto excéntricas, pero no –ellas- como uno, son únicamente personas poco realistas e inmaduras.

Como les dije, este “extreme make-over” no es el paraíso, precisamente; pero la parte buena de todo esto existe y está por venir. 

Simultáneamente se torna uno realista llega la humildad y con la humildad la paz y el gozo que derivan de haber caído en la cuenta de que a pesar de tanta costra ha sido absoluta e incondicionalmente amado desde que el mundo es mundo, que ha sido querido por Dios y que para su obra uno es útil y necesario lo cual es, en sí mismo, un bocadito de la Gloria.

Por lo que de doloroso tiene esta “transformación total” lo tiene de alegre el alcanzar por su medio la reconciliación con uno mismo que deriva de la reconciliación con Dios.

La conversión del corazón no es más que eso, el proceso de volverse realista de a poco y un poco todos los días y a cada momento en la medida en que la fe es juicio que arranca pero también evita la formación de más y mayores costras que imposibilitan la comunión.

Así que, por favor, señoras y señores quienes -entre otros- poseen prejuicios hacia la misa según la forma ordinaria o la extraordinaria: mírense hoy mismo en el espejo.

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