He observado que tenemos ante las narices verdades tan grandes como el mundo y somos incapaces de reconocerlas. Son del tipo de verdades, tal como el tesoro escondido en el campo (Mt 13, 45-46), por las cuales uno vendería todo lo que tiene para adquirirlas.
Pero no las vemos y muchas veces, la mayoría del tiempo, es porque ni siquiera las buscamos. Andamos tan distraídos que ni reparamos en ellas o somos tan perezosos que nos conformamos con que alguien las descubra y nos participe de ellas.
Muchas veces sucede también, pues si, que hemos descubierto dos o tres de ellas y nos enrumbamos por la vida pensando que ya las hemos adquirido todas.
Ha dicho santo Tomás “Nosotros, estamos hechos para la verdad, entendiendo por verdad la correspondencia entre conciencia y realidad” (Summa Theologiae, I, q. 21, art. 2c) y si esto es cierto, quiere decir que cada criatura venida a la vida llega preparada para hallarla aunque sea un poco lenta o que ni siquiera cuente con un diccionario o un televisor.
Esta es la cuestión, montones de verdades grandes como mundos giran a nuestro alrededor y no reparamos en ellas porque somos dados más a pensar que a conocer.
¡Ah, pero hay que ver lo que berreamos si alguno se atreve a quitarnos algunas a las que nos aferramos como mono en ventisca!
¡Hay, que ver el grito al cielo que pegamos cuando “La ley de igualdad del gobierno planea discriminar a los colegios que separen a los alumnos por sexo” pero hay que ver también la descalificación de la que somos capaces cuando alguien nos cuenta que “El Camino Neocatecumenal reunirá a 40.000 jóvenes en Alemania para preparar la JMJ de Madrid”
Para ser sincera, no veo diferencia en la disposición de un ateo que desprecia la verdad que contiene el que hombres y mujeres aprendemos de forma diferente y un católico que desprecia la porción de verdad que contiene cualquier carisma reconocido por la Iglesia.
Para qué estamos hechos? Para la verdad. Pero, cómo conocerla? Comprometiéndonos con la vida. Atendiendo tanto nuestras reacciones como las de los demás, prestando atención a ese entramado complejísimo del que están hechas tanto las relaciones entre los hombres como las profundidades de nuestro ser.
Si la vida resulta hermosa no es solo porque reconocemos la Belleza y la Bondad que nos han puesto inmerecidamente ante los ojos, la vida es hermosa –sobre todo- porque es constante desafío a lo que pensamos.
Desafío que consiste en que lo que pensamos pase a ser conocimiento de la Verdad para la que estamos hechos y de la cual podemos hallar porción de ella en todos los movimientos reconocidos por la Iglesia como don del Espíritu Santo.