26 de mayo de 2011

Un comentarista me ha pedido perdón

Me conmovió desde que lo leí pero me ha conmovido más desde lo que, a lo largo del día, he reflexionado sobre lo que implica el durísimo camino que conduce al punto de humillarse para pedir perdón.

Me conmueve más aún porque tengo cerca de mi a una persona muy querida que no consigue alcanzar ese punto por lo que, en contraste con este comentarista, comprendo muy a mi pesar que su caso requerirá de más tiempo y de una ascesis mayor. 

Desde mi punto de vista como ofendida, lo único que puedo decir es que no me toma –por lo regular- más de unos pocos minutos perdonar incluso ofensas gravísimas por lo cual estoy infinitamente agradecida con el Señor porque lo identifico como un don suyo.

Sobre las ofensas del comentarista, pues si, fueron verdaderas groserías y cuando las mencionó en el comentario en el que me pedía perdón reparé en eso, pero también en que ya las había olvidado.

En la actividad de blogero uno entra sin adelantarse a juzgar a los lectores en sus sentimientos o reacciones. Creo que es una actitud sana y más que sana “cristiana”.

Uno, de alguna forma, espera lo mismo. Lo espera porque si escribe es porque sospecha que existen personas que comparten su mismo interés por la vida y le otorgan el mismo valor a la existencia, pero a veces no sucede así y aparecen lectores/comentaristas que andan por la vida como “mareados”, desatendidos de sí mismos, inmersos en esta cultura infame que les asegura que no se puede confiar en nada ni en nadie.

Así, mareados, se nos avalanzan a los blogeros con sus groserías con las cuales uno, que también es imperfecto, se apaña como mejor puede.

Esos lectores/comentaristas vienen y van, vienen más que van, pero si se van y regresan pidiendo perdón, pues nada, que uno se da cuenta que tiene material para reflexionar, compartir en una entrada y algo más en el día que transcurre por lo cual agradecer y dar, además, a Dios toda la gloria.

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