El demonio desde siempre se ha reconocido por el hombre desplazado.
Se reconoce desplazado y además -para rematar- separado de Dios.
De ahí que ande desesperado.
Desesperado y reconociéndose al margen de lo importante y eso es porque lo está y, lo está por libre elección; de ahí su afán en que, como él y libremente, nos consideremos víctimas.
Como víctimas nos comportamos todos aquellos que tenemos algo que reclamar ya sea al Estado, a la vida, a Dios, a la Iglesia, a nuestros hermanos católicos o protestantes, al Papa, a nuestros jefes o progenitores, a nuestros compañeros de trabajo, etc.
En estos tiempos puede uno notar cómo surgen por doquier personas que reaccionan ante la realidad sintiéndose desplazadas, separadas, victimizadas; podemos notar también cuándo y de improviso surgen en nosotros estos sentimientos con los que literalmente palpamos el abismo de separación que se abre entre nosotros y Dios, entre nosotros y nuestros congéneres.
Ese es el abismo de separación es la desesperación en la existe el demonio.
Separación y desesperación de la que debemos de huir como si del demonio se tratase porque –efectivamente- se trata de el.
Mucha atención hemos de prestar a la realidad para detectar cuándo es que nos distraemos del hecho de que somos absoluta e incondicionalmente amados, queridos, útiles y necesarios; hemos de estar muy atentos porque es en esos momentos que somos más vulnerables a sus artimañas.
Somos el enemigo número uno del demonio que gana terreno en nuestras vidas cuando le compramos su paquetito inmundo de que somos víctimas.
Libremente nos hacemos sus aliados cada vez que nos permitimos sentirnos de cualquier forma desplazados.
¡Mucha atención, eh!
¡Mucha atención, eh!