1 de septiembre de 2011

¡Bien que lo se!

Continuando con la plática sobre el martirio he pensado desde la última entrada que quizá desde mi juventud he venido escuchando el llamado hacia esa vocación.

Ya se que algunos me dirán que siendo el martirio una cuestión de vida o muerte que no debería tomármelo tan a la ligera, pero no les haré caso. La vida es seria, muy seria pero mentira que si existe claridad acerca de la meta que persigue, la muerte tan seria sea, porque en ese caso morir más bien sería el premio, uno que te llegaría envuelto en un inmensa certeza adornada con sendos lazos y ramilletes de risas y más risas. Bien lo se, que en ese caso, la muerte lejos estaría de ser una cosa seria.

Digo que a lo mejor tengo ese llamado por algunos pequeñitos detalles en mi vida que así me lo indican. Recuerdo cuando en 1972 en vísperas de la Navidad y a los 12 años aproximadamente sucedió el terremoto en Managua, Nicaragua. Recuerdo que ese día no pude parar de llorar y le decía a mis padres que me dejaran ir a socorrer a aquella gente, lo decía sinceramente porque me reconocía capaz de ayudar, enfermar y hasta morir con ellos. 

Yo sabía de qué era capaz porque desde tiempo atrás y sin que nadie me lo pidiera me había propuesto con dos amiguitas de la escuela preparar comida que llevábamos a vender entre los compañeritos para con lo recaudado poder comprar un “diario” a una familia pobre que vivía en el lecho de un río y a la que habíamos adoptado. Bien sabía de qué era yo capaz a los doce años. 

Más tarde a los 19, durante la Revolución Sandinista, me recuerdo diciéndole a mi madre que era afortunada de ser la madre de una hija nacida en un país sin graves injusticias como en Nicaragua, porque de lo contrario quizá sería una madre que habría tenido que pasar por el trance de haber llorado a su hija.

Pues bien, así como me puede la injusticia, me puede la ingratitud, también la infidelidad, la desobediencia. Y, Dios sea bendito, que los años me han hecho madurar porque de tener la edad que tengo y la madurez de mis 19 años quizá ya no estaría aquí contándoles el cuento.

En relación a lo que estamos viviendo en Costa Rica, que pinta ponerse grave con los días, acerca de la misa según la forma extraordinaria y acerca del martirio del que venía hablándoles, me viene bien haber leído lo que dijo el Santo Padre al iniciar el Meeting en Rimini cuando dijo: «El hombre no puede vivir sin la certeza de su propio destino». 

E igual de bien me viene lo que al respecto mencionó Fabrice Hadjadj en una entrevista publicada en Il Sussidiario “La gran certeza es la que destruye todas las pequeñas certezas hechas a mi medida para abrirme a algo que a su vez me lanza a lo desconocido y al mismo tiempo me llena de embriaguez, con una exaltación de la vida, una apertura al encuentro y a la comunión con algo que me supera. (…) La certeza humana es una certeza dramática y como tal es apocalíptica: a través del drama, de la catástrofe, siempre nos es donada una revelación.”

Bien se que mi existencia -desde mi difícil nacimiento- ha sido un drama, bien se que no ha dejado de serlo en toda circunstancia dentro de mi historia personal y que hoy día no deja de serlo por estar involucrada en cuestiones en las que mi sola presencia y fidelidad al Santo Padre se les presenta a algunos como amenaza de muerte; bien lo se, pero también se que moriré abrigada por una certeza dramática, apocalíptica, catastrófica pero también inmensa. Bien que lo se.

De ahí que no tengo miedo y nada más espero ese gran premio envuelto con sendos lazos y ramilletes de risas y más risas.

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