San Cipriano (+258):
«Sea nuestra conducta como conviene a nuestra condición de templos de Dios, para que se vea de verdad que Dios habita en nosotros. Que nuestras acciones no desdigan del Espíritu: hemos comenzado a ser espirituales y celestiales y, por consiguiente, hemos de pensar y obrar cosas espirituales y celestiales» (Sobre Padrenuestro 11-12).
De su autoridad podría abusar desde un hermano mayor, pasando por un padre o madre de familia, hasta un funcionario público o eclesial.
El abuso de autoridad en cualquier caso es cuestión que reviste cierta gravedad debido a que no solo reduce la vocación a la que se ha sido llamado sino que la traiciona en lo que ésta representa un atentado contra la dignidad humana, la libertad y la conciencia de los subordinados.
Lo menciono ya que, en mi misma así como en personas cercanas, compruebo que estamos demasiado acostumbrados, más allá de lo que dicta el sentido común, a sacerdotes quienes con frecuencia a gritos despachan asuntos pastorales, censuran, descalifican, excluyen y hasta se burlan de los feligreses.
La consecuencia para quien toma conciencia de ser abusado podría ser la desconfianza, el temor, el resentimiento que podría llevarlo a la ruptura con su comunidad parroquial y hasta con la Iglesia; de tal manera que el abuso de autoridad, en quien sea y en la situación en que se presente, es una falta a la caridad que provoca heridas tanto en quien abusa como en el abusado, para las cuales habrá que, tarde o temprano, procurar su salud ante el Altísimo pero, muy probablemente, también ante un profesional.
La Iglesia se ha visto envuelta en graves escándalos por abuso de autoridad, el que encabeza la lista por aborrecible, grave y vergonzoso es el caso del abuso sexual de menores de edad por parte de sacerdotes de cuyas heridas, es claro, no nos sobrepondremos pronto ni completamente.
Otro caso, como he dicho, es el abuso de autoridad de algunos sacerdotes.
Puntualizar sobre lo que anda chueco, aún cuando ello sea a pequeña escala, no es algo que me entusiasme pero, debido a que está visto que lo que nos ha venido caracterizando es el temor a denunciar abusos sexuales, me temo que, la duda entre los fieles sobre lo conveniente o no de expresar su preocupación en casos sobre abuso de autoridad de los sacerdotes, existe también de forma clara y manifiesta.
Un fiel, ante cualquier tipo de abuso y, en particular, ante el que nos ocupa, no debería dudar, sin embargo, por lo regular, tiende a callar, perdonar y seguir su camino; pero el caso es que si el que abusa presenta signos que persisten en el tiempo y se intensifican por períodos, caridad sería no solo actuar en prudencia, discreción y perdonarle sino ayudarle a buscar su salud espiritual y emocional; ante la cual, muchas veces, nos constituimos en obstáculo al elegir –sencillamente- callar y pasar de largo.
La corrección fraterna es en estos casos el instrumento que a través de un protocolo nos ha dejado Nuestro Señor: hablar con el hermano, en este caso el sacerdote, en privado para exponerle nuestra preocupación y recomendarle se corrija, si no lo hace, buscar dos testigos e intentarlo de nuevo y si, tampoco lo hace, llamarlo ante la asamblea; en este punto, lo que corresponde sería subir nuestra preocupación a sus superiores. Una vez en sus manos, podríamos decir que hemos cumplido no solo con nuestra responsabilidad, sino con la caridad.
Como queda en evidencia, la corrección fraterna no es fácil, principalmente, porque constituye un gran desafío para la virtud. Quien no se haya asegurado de estar viéndose movido por un amor entrañable y celo por la salud de la persona, mejor desista de hacerla.
Rezar por estos sacerdotes es, paralelo al de la corrección fraterna, otro motivo para la caridad razón por la cual no deberían nunca salir de nuestras intenciones en la misa y de nuestra oración particular.