¡Alto!
Antes de escandalizarse, por favor, concluyan la lectura.
-oOo-
Algo de lo que más profundamente me conmueve en esta vida es la vida que llevan los sacerdotes, en algunas cosas, pocas en realidad, sus vidas se parecen a la que llevo, como por ejemplo: el que vivo en castidad, que sin haber llegado a considerar ser virgen consagrada (porque no es esa mi vocación) -como ellos- me he ofrecido para que el Señor haga conmigo lo que quiera; vivo sola como ellos, cuido de los ancianos y enfermos (mi padre, espero que eso cuente), mucha gente cercana espera de mi un comportamiento intachable (lo cual la mayor parte del tiempo escasea), otra mucha espera que les atienda en sus necesidades emocionales y espirituales y, otro tanto -no sospecha- sino asegura, que me sobra el tiempo, cosa que ni en un cura ni en mi es cierta.
Esto, por mencionar algunas cosas que tenemos en común los curas y yo; sin embargo, con todo y lo que juzgo somos semejantes (no es verdad quiera ser cura, porque conozco bien -como mujer católica y soltera- mi lugar en el mundo) no nos parecemos tanto y es porque observo en ellos un halito de Misterio que es el que me conmueve, admiro y se me hace envidiable.
Leí hace poco en alguna parte que el cristianismo se “contagia” por envidia, me hizo tal gracia la frase que no la he olvidado y la recordé justo escribiendo esta nota. La traigo a colación ya que si, me parece que esas mujeres que –efectivamente- quisieran ser curas, lo que le pasa es que son unas envidiosas pero envidiosas con “envidia de la mala” en contraposición a lo que la gente suele llamar “envidia de la buena” y que es la que me suscitan los curas. Por supuesto, no creo que exista tal cosa como envidia buena o mala, pero ustedes saben, así se entiende la gente y por lo mismo espero haberme dado a entender: tengo “envidia de la buena” hacia ese halito de Misterio de los curas.
Pues bien, con mi “envidia buena” he observado en ellos algo que no estoy muy segura podré hacerles notar pero lo intentaré.
Uno observa al Papa, por ejemplo, que para mi es como un alcázar: sólido, inexpugnable, proporcionado, estratégicamente fundado y escrupulosamente pensado; veo este alcázar y lo que veo es a un hombre que ya no está exactamente entre los hombres como cuando era Cardenal. Está pero no está, pisa firme, habla, reza, llora, se enfada, viaja, abraza, come, consagra, escribe, pero nada lo hace como cualquier mortal, lo hace como Vicario de Cristo y eso se le nota. A veces, observándolo he llegado a pensar que estamos ante la presencia de un santo, tanto como muchos afirmaban de Juan Pablo II. En Benedicto XVI veo a un santo; quizá el más santo de los curas, quizá el cura más envidiable.
Y claro, aquí es donde me pregunto por qué no todos parecen envidiarle como le envidio yo, pero bien, eso sería tema para otra nota.
Luego, observo también a los curas más cercanos. Les iré nombrando por sus iniciales.
Por ejemplo, observo al padre G., un hombre de campo, sencillo, no muy brillante ni muy culto (dicho por él mismo), nada galán, socialmente torpe y además con grandes defectos como su impaciencia y sus escrúpulos excesivos que le provocaron de muy joven un infarto; en fin, un hombre que no tiene nada qué envidiar más que la gracia que le otorga el Orden sacerdotal y que ha hecho de él un cura excepcional.
Observo al padre S., ¡madre santa, qué geniecito! Cuán prejuicioso y cruel puede ser y sin embargo, una y otra vez reflexiona y se enmienda. No es capaz de admitir -ni con pistola en mano- que es un altanero, pero es de envidiar que la gracia del Orden, a pesar de su mal genio, sus prejuicios y crueldad, le ha evitado faltar a la caridad en el momento decisivo. De envidiar, realmente. Verdad padre S.? (De seguro que me leerá, por eso lo menciono, sshhh).
Observo al padre J. ¡Pobre hombre! Se mete en cada problema por gastar su estipendio en libros que ayúdeme el cielo a decir, pero ahí lo ven, siempre logra salir de los berenjenales en los que se mete y lo que es más admirable es que yo misma -con estos ojos- he visto de qué manera con una o dos frases de su arsenal de moralista graduado en Roma, le ha ayudado a poner en orden sus rollos emocionales/espirituales a cada desubicado como ningún otro podría haberlo hecho, en serio que si. Ninguna otra cosa podría hacer que una persona tan desordenada con el dinero sea capaz de ordenarle la vida a alguien con un par de frases, más que una persona revestida con la gracia del Orden sacerdotal. Cosa de envidiar, no cabe duda.
Como les digo, me gustaría ser cura, me gustaría parecerme a ellos mucho más de lo que -en son de broma- dije al principio que me parezco y si, les envidio, pero no les envidio (aunque mi envidia es “de la buena”) la gracia del Orden (porque se bien que les está reservada), les envidio su soledad, su desamparo, su humanidad -que en ellos es una exigencia- por lo mismo que son consagrados; sus defectos, carencias e ignorancia que pocos parecen estar dispuestos a perdonar, les envidio no tener nunca tiempo para pensar en si mismos, comer poco y mal, tener menos vacaciones que la mayoría, ser pobres, no tener casa, vivir lejos de parientes y amigos, tener siempre tanto trabajo que deberían multiplicarlos por diez, les envidio valer tan poco como valen para muchos en estos tiempos… y, encima, ¿estar alegres? Ciertamente, de envidiar.
Pero les envidio sobre todo no tener otro lugar en el cual reposar la cabeza al final del día más que el regazo de Nuestro Señor, que parece ser es -junto a sus múltiples defectos- lo único con lo que en verdad cuentan.
Esto es lo que me pone “verde de la envidia” y que conste que lo mío es “envidia de la buena”.
En este sentido es que me gustaría ser cura*.
______________________________
*Cura diocesano o religioso, en realidad no tengo preferencias :)))
-oOo-
(Advertí que antes de escandalizarse debían terminar la lectura. Hicieron caso, verdad? Me doy cuenta que así fue. Muchas gracias)