28 de septiembre de 2010

Como la mayoría

El otro día pasé un muy mal rato dentro de una situación que hasta cierto punto provoqué. El suceso giró en torno a la invitación que hizo una joven prima en facebook a una marcha para pedir una ley para el aborto terapéutico. Estuvimos discutiendo sin salir de tono sin embargo, hizo su aparición mi hermano y éste no tuvo reparo en decir lo que pensaba.

Yo no me habría dado cuenta que mi hermano le había respondido de no ser porque el mismo me llamó por teléfono para que revisara lo que le había dejado dicho a la prima ya que, una vez publicado, recapacitó y le pareció excesivamente fuerte lo que dijo.

Cuando terminé con la lectura del comentario de mi hermano, no supe si gritar o llorar. Estaba devastada, pasé todo el día literalmente enferma, sumamente triste, tristísima.

El grado de violencia en las palabras de mi hermano era espeluznante, verdad lo que dijo, pero de una violencia espeluznante. La prima y una de sus hermanas lo sintieron igual y le llamaron “inhumano”, afirmación que yo no podía negar, si la negaba tendría que haber negado a mi razón. Dicho sea de paso, saben cuánto puede doler escuchar que digan eso de mi hermano, pensarlo yo misma, siquiera?.

Pues bien, así de triste como estaba, me aparté del Internet y guardé silencio. Cuando al fin me repuse, llegué a la conclusión de que yo no he sido mejor que mi hermano y que, si los católicos no convencemos no es por falta de argumentos sino porque, para presentarlos, nos hemos permitido utilizar un lenguaje excesivamente violento.

Yo toqué fondo ese día. Me dije que nunca más quería volverme a sentir igual, nunca. Claro, eso lo he dicho muchas veces y no lo he cumplido, pero esta vez fue diferente.

Fue diferente ya que era tal la angustia por el espanto de la violencia que miraba dentro de mi que no podía ni tenía a nadie más a quien mirar si no a Jesús.

Jesús vivió en una época aún más adversa que la nuestra; tenía por un lado a los paganos y por el otro a los fariseos, unos y otros defendiendo con violencia lo suyo, sin embargo, Jesús no necesitó ser violento, siempre dijo lo que tenía que decir con humildad, claridad y convicción pero sin violencia.

Saben? Cuando el himno dice: “Siendo Dios, se anonadó a si mismo haciéndose uno de nosotros…”, cuando dice esto el himno, pienso en la multitud de veces en que he preferido defender mi orgullo herido antes que anonadarme y fueron muchas, demasiadas veces. Claro, entonces me pregunto: “¿Quién soy? ¿Qué estoy haciendo?”

Soy, se supone, “luz del mundo y sal de la tierra” pero también soy violenta. Soy violenta y prefiero ser esclava de mi orgullo, esclava de cuánto conozco sobre doctrina (que ni siquiera es mucho), esclava de cuánto creo saber interpretar al ser humano; en definitiva, me fio de mi misma antes que de Dios. Está claro, ¡si ni siquiera confío en el ejemplo de Jesús!; pero, ¿no es eso lo que hace todo el mundo?.

El encuentro de Juan y Andrés con el Señor los marcó definitivamente porque en El se encontraron con un ser humano diferente de la mayoría. Se me hace que, como católica, no he llegado a convencer porque sigo siendo como la mayoría.

La santidad a la que nos llama el Papa, digo yo, tendría que pasar por la humillación de reconocernos violentos para que en algún momento alguien en algún lugar, en vez de mirar el nuestro, mire el rostro de un ser humano excepcional, para que consigan mirar a través del mío el rostro de Jesús. Digo yo, y es que -si no-, pa’ qué?


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