Anoche veía un documental en History Channel sobre el atentado terrorista contra el World Trade Center. Los productores advertían regularmente a los espectadores sobre el contenido perturbador de las escenas que estarían a punto de observar. Tuve estómago para mirarlo de principio a fin y, cabeza además, para reflexionar un poco sobre el asunto.
El primer recuerdo que tengo de ese día fue que estaba en casa todavía en pijamas hablando con mis hermanos en la cocina, en un momento dado les dije que iría a ver noticias para ver qué nueva tragedia nos traerían; por supuesto que aquello fue una ironía pero mal me sentó, porque cuando encendí el televisor las torres estaban humeando. Quedé petrificada y no me separé del televisor en todo el día.
Cuando anoche miraba los rostros de los newyorkinos mirando a lo alto de las torres, perplejos, no creyendo lo que miraban sus ojos, reviví estos recuerdos y sus sensaciones.
Fue entonces que me dije que si esas imágenes tienen el poder para revivir el estupor, hasta cierto punto la indignación, impotencia, temor y todo lo demás, que yo –en ese instante- debía hacer una esfuerzo por retomarlos y extraer de ellos lo necesario para humanizarme.
Porque, saben? La mayoría de nosotros y por lo regular, nos quedamos rumiando el sinsabor de acontecimientos pasados, rara vez los utilizamos para indagar en nuestro interior lo que sucede y es fundamental hacerlo para enriquecer nuestra humanidad de forma integral.
Pues bien, me di a la tarea y fue entonces cuando me hice las siguientes preguntas: Qué tiene en común la destrucción de las Torres Gemelas con la quema tan anunciada del Coran? Qué tiene en común este acto destructivo con otros actos destructivos que presenciamos a diario? Pienso en leyes abortistas y en las que desfiguran a la familia; pienso en todas esas veces en que, por ser católicos, nos agreden y en aquellas otras que, como católicos, agredimos bajo la excusa de defendernos, como si tuviéramos que defendernos ante la realidad.
La más rápida conclusión a la que llegué fue que todos estos sucesos tienen demasiado en común como para que, con la mirada de Cristo, no nos propongamos obtener de ellos aquello que nos humanice. Demasiado tienen en común para que elijamos hacernos los tontos.
“Si a un niño caprichoso le pones delante un vaso y le dices: -“¿Verdad que es un vaso? Carlino, di que es un vaso. ¿Es un vaso?”. “¡No!”. “¿No es un vaso?”. Dice que no porque es caprichoso. Esta es la postura que adoptan los hombres ante el significado de la vida…” [1]
“A ver, Carlino, ¿el atentado del WTC es una oportunidad para humanizarte?. “¡No!. Es oportunidad para la indignación, la rabia, y -de ser posible o atreverme- la venganza”. “¿No es oportunidad para humanizarte?”.
Esta es la postura que, muchos de nosotros (de primera yo), adoptamos al traer a nuestra memoria el atentado contra el WTC. Tomando esta actitud elegimos revolcarnos en el dolor antes que hacer uso de él para hallarle sentido. Esta es la postura que adoptamos frente a todo lo que nos sucede, nos rehusamos construir un bien con nuestra indignación, la rabia e impotencia que nos provoca la injusticia.
Así procedemos al enfrentar los desmanes de los ateos, de los homosexuales, las abortistas, de los medios de comunicación y de los legisladores cuando arremeten en contra de nuestros valores y así es que, para cuando reaccionamos, lo hacemos no desde nuestra humanidad cristificada sino –como todo los demás- desde nuestra humanidad acorralada en sus propias heridas; lo hacemos desde nuestra humanidad que no parece haber recibido la gracia de la redención, que parece olvidar que Cristo ha resucitado y que, por lo mismo, es contemporáneo nuestro.
Así procedemos por lo regular.
Cuando dentro del documental hablaron un par de señores norteamericanos clamando por venganza y aniquilación caí en la cuenta de cuánto me he permitido parecerme a ellos.
Entiéndaseme bien, lo mío no es una llamada a la transigencia sino a actuar en correspondencia con las más profundas exigencias de nuestro corazón.
Concluyo citando a don Gius de nuevo:
“Si, se puede construir el pequeño acto cotidiano, pero sin la osadía de reconocer [ ] una presencia amiga a quien poder decir: “Estamos juntos: ¡Avancemos más! ¡Subamos esta montaña! ¡Caminemos más hacia el fondo!” Y uno que no tiene certeza, y que por esto no construye nada, se queda allí tembloroso sobre sus dos piernas hasta que -temblando, temblando, temblando- cae en tierra y muere. Muere. ¡Hombre, os deseo que sea lo más tarde posible!, pero muere; y que sea tarde o temprano, no importa mucho” [2]
El primer recuerdo que tengo de ese día fue que estaba en casa todavía en pijamas hablando con mis hermanos en la cocina, en un momento dado les dije que iría a ver noticias para ver qué nueva tragedia nos traerían; por supuesto que aquello fue una ironía pero mal me sentó, porque cuando encendí el televisor las torres estaban humeando. Quedé petrificada y no me separé del televisor en todo el día.
Cuando anoche miraba los rostros de los newyorkinos mirando a lo alto de las torres, perplejos, no creyendo lo que miraban sus ojos, reviví estos recuerdos y sus sensaciones.
Fue entonces que me dije que si esas imágenes tienen el poder para revivir el estupor, hasta cierto punto la indignación, impotencia, temor y todo lo demás, que yo –en ese instante- debía hacer una esfuerzo por retomarlos y extraer de ellos lo necesario para humanizarme.
Porque, saben? La mayoría de nosotros y por lo regular, nos quedamos rumiando el sinsabor de acontecimientos pasados, rara vez los utilizamos para indagar en nuestro interior lo que sucede y es fundamental hacerlo para enriquecer nuestra humanidad de forma integral.
Pues bien, me di a la tarea y fue entonces cuando me hice las siguientes preguntas: Qué tiene en común la destrucción de las Torres Gemelas con la quema tan anunciada del Coran? Qué tiene en común este acto destructivo con otros actos destructivos que presenciamos a diario? Pienso en leyes abortistas y en las que desfiguran a la familia; pienso en todas esas veces en que, por ser católicos, nos agreden y en aquellas otras que, como católicos, agredimos bajo la excusa de defendernos, como si tuviéramos que defendernos ante la realidad.
La más rápida conclusión a la que llegué fue que todos estos sucesos tienen demasiado en común como para que, con la mirada de Cristo, no nos propongamos obtener de ellos aquello que nos humanice. Demasiado tienen en común para que elijamos hacernos los tontos.
“Si a un niño caprichoso le pones delante un vaso y le dices: -“¿Verdad que es un vaso? Carlino, di que es un vaso. ¿Es un vaso?”. “¡No!”. “¿No es un vaso?”. Dice que no porque es caprichoso. Esta es la postura que adoptan los hombres ante el significado de la vida…” [1]
“A ver, Carlino, ¿el atentado del WTC es una oportunidad para humanizarte?. “¡No!. Es oportunidad para la indignación, la rabia, y -de ser posible o atreverme- la venganza”. “¿No es oportunidad para humanizarte?”.
Esta es la postura que, muchos de nosotros (de primera yo), adoptamos al traer a nuestra memoria el atentado contra el WTC. Tomando esta actitud elegimos revolcarnos en el dolor antes que hacer uso de él para hallarle sentido. Esta es la postura que adoptamos frente a todo lo que nos sucede, nos rehusamos construir un bien con nuestra indignación, la rabia e impotencia que nos provoca la injusticia.
Así procedemos al enfrentar los desmanes de los ateos, de los homosexuales, las abortistas, de los medios de comunicación y de los legisladores cuando arremeten en contra de nuestros valores y así es que, para cuando reaccionamos, lo hacemos no desde nuestra humanidad cristificada sino –como todo los demás- desde nuestra humanidad acorralada en sus propias heridas; lo hacemos desde nuestra humanidad que no parece haber recibido la gracia de la redención, que parece olvidar que Cristo ha resucitado y que, por lo mismo, es contemporáneo nuestro.
Así procedemos por lo regular.
Cuando dentro del documental hablaron un par de señores norteamericanos clamando por venganza y aniquilación caí en la cuenta de cuánto me he permitido parecerme a ellos.
Entiéndaseme bien, lo mío no es una llamada a la transigencia sino a actuar en correspondencia con las más profundas exigencias de nuestro corazón.
Concluyo citando a don Gius de nuevo:
“Si, se puede construir el pequeño acto cotidiano, pero sin la osadía de reconocer [ ] una presencia amiga a quien poder decir: “Estamos juntos: ¡Avancemos más! ¡Subamos esta montaña! ¡Caminemos más hacia el fondo!” Y uno que no tiene certeza, y que por esto no construye nada, se queda allí tembloroso sobre sus dos piernas hasta que -temblando, temblando, temblando- cae en tierra y muere. Muere. ¡Hombre, os deseo que sea lo más tarde posible!, pero muere; y que sea tarde o temprano, no importa mucho” [2]
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Notas
[1]L. Giussani, ¿Se puede vivir así?, un acercamiento extraño a la existencia cristiana, pág. 35
[2] Ibidem