Le dije al padre de Diana que me identificaba plenamente con ella. Son, definitivamente, días tristes aquellos en los que se te pierde alguien o algo que aprecias.
Yo pierdo algo casi todos los días, pierdo el tiempo, pierdo amigos, pierdo enemigos, pierdo soberbia, algo de vanidad, mi paraguas y también mis calcetines… La vida de un cristiano, en definitiva, es una vida de días tristes.
Qué sería de nosotros sin esos días tristes, sin esas grandes o pequeñas pérdidas? Acaso seríamos capaces de reconocer a Cristo? Advertir cuánto lo necesitamos?
Pues no. Sin los días tristes eso no sería posible.
Muchas pérdidas sucesivas he ido recogiendo de mis días en el pasado reciente. Un buen porcentaje de ellas recogidas de mi actividad en torno a la Liturgia y es que bien nos lo decía la semana pasada un buen sacerdote que conocimos: - “El camino de atender al Santo Padre en cuanto a la misa según la forma extraordinaria es un camino de discernimiento, porque si decides tomar partido por la Iglesia y por el Papa, sufrirás grandes pérdidas”
Lo cual es cierto, las pérdidas las he sufrido, varios días tristes tengo en mi haber.
Y pensar que todo esto no es más que la expresión del problema del mal.
Diana tiene razón, los días son tristes cuando se te pierde un calcetín de Hello Kitty.
Y es que no existe forma de darle sentido al dolor de esa pérdida como no sea yendo hasta el fondo del problema del mal; hasta ese lugar inhóspito, donde la razón al lado de la fe obligan a reconocer la certeza de que todas esas pérdidas son, en realidad, la mayor de las ganancias.
Con esta certeza es posible para un cristiano dormir plácidamente, a pesar de llevar un solo calcetín, acurrucado en los brazos del Amor y arropado por la Esperanza tal como Diana en los brazos de su papá.