15 de octubre de 2011

Mirando a un hombre herido


Hablo de la impresión que causó en mi el día de hoy cuando entrábamos al salón donde nos reuniríamos con Julián de la Morena al mirar la obra de Caravaggio en la que Tomás hunde su dedo en la herida abierta del Resucitado.


Le miré a Tomás con su dedo en aquél costado y sentía ese dedo adentrándose en el mío. 

Estupefacto inclinado sobre aquella herida en el rostro del discípulo se dibujaba el gesto de estar “viendo a un hombre herido”. Sentía, no se bien si que Tomás era mi herida la que miraba o si aquella mirada sobre ese rostro incrédulo pero amado era la mía, la verdad no se bien. 

El caso es que fue una gran impresión que de inmediato me trajo a la memoria la herida de la ruptura de la comunión en un grupo de hermanos. La sufrí doblemente porque me responsabilizan de ella y por partida triple ya que tienen razón. 

Debido a la ofuscación que sufrieron por mi causa, huyeron y no quisieron saber más de mí, de nuestro grupo o del motivo que nos reunió.

Ahora bien, pasa esto, me vi obligada a reconocerlo: hace poco también huí del responsable de un grupo que se comportaba conmigo exactamente de la misma forma que lo he venido haciendo con estas personas. 

Ahí fue donde caí en la cuenta de la gravedad de mi herida, ahí fue cuando se hizo dolorosamente palpable la hondura de la lanza en mi costado. 

Cielos! Pensé, cuán fácil sería poner remedio a esta desventurada circunstancia si estas personas metiesen su dedo en la cavidad abierta en mi costado.

Pero el caso es que no se atrevieron, huyeron de ella, tal cual huí de la herida dramáticamente expuesta de aquél hombre.

Todo el tiempo que sufrí bajo su autoridad y sufría porque era incapaz de reconocer su herida por lo que, ahora me doy cuenta, no era el hombre el que me hacía sufrir, me hacía sufrir en mi incredulidad el rehusarme a mirar su herida.

Dentro del desgarrador dolor de la división de nuestro grupo para mis adentros imploraba retiraran su mirada incrédula y posaran sobre mi la mirada de compasión que necesitaba, más me quedé esperando hasta que me dormí ahogada en llanto.

Cuando desperté recordé a aquél de quien huí y fue cuando me dije: Pero, es que soy incapaz de sentir compasión por ese hombre? 

Claro que soy capaz de compadecerle. Y mucho. Muy capaz de reconocer que su herida tiene el mismo origen y es igualmente dolorosa que la mía y muy capaz de reconocer a la vez que ambas reciben la salud de la mirada de Aquél quien nos ha ofrecido una mirada de compasión.

De quién hablo?

Hablo de la impresión que ha causado en mi ese hombre presente en el Caravaggio, a quien Tomás mete su dedo en la herida de su costado; de ese, al que llaman el Traspasado; de quien, en este momento, no se bien si me mira o lo estoy mirando.


Queridos hermanos, por más que le doy vuelta no puedo dejar de considerar que no es razonable que sean nuestras heridas las que nos dividan cuando ha sido una herida de Amor la que nos ha convocado.

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