19 de octubre de 2011

“¿Y cuándo supo usted que su vida iba a cambiar fundamentalmente?”

Un poco ya superada la crisis en nuestro grupo de la que hablé en la entrada anterior me he quedado pensando en que ahora entiendo mejor algunas cosas que creía haber entendido, pero no, ya que el resultado de lo acontecido me corrige.

Tal parece que el ser humano no cambia si no es por don de Dios y la disposición del alma hacia lo que en su generosidad nos ofrece.

De tal cosa aporta pruebas nuestra conducta en el grupo ya que nuestras diferencias surgieron a partir del momento en que no obtuvimos lo que deseábamos o pensábamos merecíamos, así como en el día, la hora y con quién deseábamos alcanzarlo. 

Hubo quienes sobrellevamos la situación sin mayor problema más hubo algunos que no lo consiguieron.

Existen otros agravantes que han de considerarse pero el caso es que, aún tomándolos en cuenta, lo dramático de la crisis obliga preguntarse: ¿qué es lo que en el fondo ha sido lo más grave? Varios asuntos pero el principal y también lo más difícil de detectar ha sido la dificultad -ya descrita en el Génesis- para entregarnos sin reservas en confianza a Dios. 

Pero hemos de entender, la disposición del alma hacia el don que se nos ofrece no es lo más natural, no es natural buscar y hallar la correspondencia entre lo que nos ofrece Cristo y lo que nuestra alma reclama; al contrario, lo más natural es desviarnos de atender al don para actuar a nuestro antojo pero también hacer recaer la responsabilidad de los entuertos que provocamos sobre los demás y las circunstancias. 

El Génesis lo describe perfectamente, así como describe las consecuencias; está comprobado, la desconfianza conduce fácilmente a la ruina a las personas pero también a cualquier agrupación. 

Si, a cualquier agrupación, pero el caso es que el nuestro no es cualquier grupo o se presupone no debería de serlo ya que es un grupo conformado por personas que se llaman a sí mismas “personas de fe”; lo cual tendría que habernos hecho dar la cara a la realidad de modo diferente a la que le hubiese plantado un grupo de futbolistas o de costureras aficionadas. 

La cuestión es esta: para qué sirve la fe si no sirve para que, ante la realidad, digamos quién es Cristo para nosotros? Por ejemplo, de qué les sirve la fe a quienes por desconfianza desobedecen al Papa, a sus Obispos, al Magisterio, a sus párrocos, a sus padres? No les sirve de gran cosa ya que sus vidas no cambian ni cambia nada a su alrededor. Lo que les circunda permanece como detenido en el tiempo, frágilmente cohesionado, confuso, sin alegría pero también sin paz. 

En este sentido es que siempre me ha llamado la atención la confianza de, por ejemplo, Juana de Arco quien -a pesar de los innumerables calificativos despreciables con que la han descrito- prefirió la muerte antes que traicionar su voto de obediencia y fidelidad; o -no nos vayamos tan lejos con tanto drama- miremos el día de hoy a Monseñor Georg Gänswein, cuando al encontrarse en la fila de los cardenales que juraban lealtad al Santo Padre, se le aproximó en su turno declarando: “Padre Santo, Te prometo mi obediencia, mi lealtad y mi aplicación en lo que requieras de mi. Estoy disponible para ti con todas mis fuerzas sin reservas”.

Por la confianza se comprende la obediencia y la fidelidad así como sus contrarios, la confianza en Dios y en lo que nos ofrece su Hijo Jesucristo presente en nuestras vidas, cambia la vida de las personas y de los grupos, por ella cambia la vida y su desenlace, ella lo cambia todo; por tal motivo no es de extrañar que el secretario personal de Benedicto XVI hubiese ofrecido esa respuesta cuando alguien recientemente le preguntó: “¿Y cuándo supo usted que su vida iba a cambiar fundamentalmente?”

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