28 de junio de 2010

Nadar. Nadar. Vivir.

Uno que es así, que confía en la Providencia Divina.

En el 2008 se me presentó este dolor que me llevó a terapia acuática. Cuando después de un tiempo pude moverme con facilidad, un día –estando dentro de la piscina-, recordé que sabía nadar: -"¡Ups, se nadar!. Recordaré cómo se hace? A ver, probemos.”

Me zambullí, moví los brazos y las piernas, todo el cabello se me vino a la cara, sentí que me ahogaba pero no me importó, estuve inhalando, exhalando, pataleando, moviendo los brazos y las piernas hasta que llegué al otro lado de la piscina (a lo largo del trecho más corto de la piscina, por supuesto).

- “¡Caray, qué bien!. Recuerdo cómo se hace". Me dije entusiasmada.

Claro, estaba muy pero muy fuera de práctica y tenía miedo de moverme con soltura, pero consulté al médico y me dijo: - “¡Idiay, mijita!. Yo pensaba que usted hace meses estaba nadando!".

Uno que es así.

De tal manera que desde entonces nado. Nado 40 minutos sin parar. Y cuando nado, como el moverme rítmicamente con mi respiración se ha vuelto un hábito, en algunos momentos nadar me parece tan natural como caminar, al punto que el tiempo pasa volando.

Un día de estos –estando de nuevo dentro de la piscina- de repente pensé que esto de nadar es como la vida de fe.

Me explico:

La fe requiere de un salto (habrán de perdonarme la comparación los teólogos de verdad?), parecido al que se da cuando uno avienta por allá los flotadores o como cuando el instructor te pide que abandones la tablita salvadora.

La fe, como el salto en la piscina, es un acto racional que pretende un bien, una certeza, que se vislumbra y que se anhela. Cierto?

Nadar, nadar. Vivir.

La fe requiere de disciplina y perseverancia, como en la natación. También exige coordinación, armonía y ritmo, tanto como la entrega confiada a aquello que antes parecía superarnos y que hasta cierto punto resultaba amenazador.

Mientras nadaba meditando en esto, pensaba también que el agua contenida es como la vida. Como esta vida que a veces se presenta como un elemento extraño, en la que nos movemos y deseamos avanzar, en la que a veces parece que no vamos a sobrevivir; ya sea porque el temor nos domina, porque dudamos o porque –simplemente- estamos fuera de forma.

Si el agua contenida en el mar o la piscina es como la vida material, entonces el aire vendría a ser como la vida sobrenatural, fuente de gracia, de vida divina. Estando en el agua, el aire es la única y auténtica forma de sobrevivencia.

El aire, visto así, es –verdaderamente- el único recurso para que el agua deje de ser un elemento hostil y se ponga del lado de nuestra inteligencia, voluntad y capacidad de amar.

La vida divina, vista así, es verdaderamente el único recurso para que nuestra frágil existencia deje de ser un elemento hostil y permita a nuestra inteligencia, voluntad y capacidad de amar ponerse de su lado. Cierto?

Pues bien, en esto pensaba mientras un día de estos nadaba.

Uno, que es así, que confía en la Providencia Divina y le da por nadar, nadar y vivir, en la certeza y la esperanza de que inhalar, exhalar, mover los brazos y las piernas le llevará muy lejos.

Uno que es así.

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