"Perdónenmen pero discúlpenmen" (así intervienen en una conversación los campesinos de mi país cuando están tratando de llamar la atención sobre algo importante).
Perdónenmen pero discúlpemen pero es que es este señor Merton, con todo y lo mal que algunos hablan de el hoy en día, se ha dejado decir unas cosas de rechupete, vamos a ver, síganmen... :)
Hay todavía mayores enormidades en nuestra incredulidad. No creemos en Dios por el testimonio de los hombres. Rechazamos la palabra de Dios porque así nos han dicho que lo hiciéramos otros hombres a los cuales a su vez otros hombres han dicho lo mismo. La única razón verdadera por la cual la mayor parte de los incrédulos no pueden ceder ante la autoridad infalible de Dios es que ya se han sometido a la autoridad falible de los hombres.
Mas los hombres que carecen de fe teologal, partiendo de falsas premisas que han recibido de la autoridad falible de otros hombres, utilizan la luz de la razón que les ha dado Dios para argüir contra Dios, contra la fe y hasta contra la razón misma.
Generalmente este problema es mal enfocado porque muy a menudo se ha declarado que la fe es ajena a la razón y hasta contraria a ella. De acuerdo con este punto de vista la fe sería una experiencia enteramente subjetiva que no podría ni explicarse ni comunicarse. Sería algo de orden emocional, algo que se da o no se da. Si se da, “tenemos fe”. El hecho de que “tengamos fe” no ha de tener necesariamente ningún efecto en nuestro razonar, porque nuestra “fe” es algo emocional que trasciende la esfera de la razón. No podemos explicárnosla ni a nosotros mismos ni a los demás. Pero si la fe no tiene ninguna referencia intelectual resulta difícil comprender cómo “el tener fe” puede contribuir a formar nuestra visión de la vida o a informar nuestra conducta. En tales condiciones no parece mucho más importante que tener cabellos rojos o una pierna de madera. Es sencillamente algo que nos ocurre a nosotros pero que no le ha ocurrido a nuestro vecino más próximo.
Esta idea falsa de la fe constituye el último refugio de la conciliación religiosa con el racionalismo. Temiendo que la paz de la casa no sea ya posible, la fe se atrinchera en el desván y deja el resto de la vivienda a la razón. En realidad la fe y la razón deben convivir felizmente una junto a la otra. No están hechas para vivir solas, divorciadas o separadas.
Thomas Merton, Ascenso a la Verdad, Capítulo II, El problema de la incredulidad