Resulta que una vez las monjitas del jardín de niños María Auxiliadora, al cual acudía desde los tres años, me designaron para salir de margarita. Iba a ser la margarita más joven en un jardín de bellas y coloridas margaritas.
Mamá me llevó tarde y las monjitas, apresuradas, colocaron la margarita hermosa (elaborada primorosamente con enormes pétalos de papel y con la cual yo soñaba) alrededor de mi rostro pero en la prisa, la dejaron muy pero muy ajustada, de tal manera que no podía ni siquiera mover la mandíbula para hablar, mucho menos cantar.Como estaba boqui-atada, gemía para que las monjitas lo notaran, pero ni siquiera prestaron atención y me empujaron, atolondradas, hacia la primera fila en el escenario, al sitio que me correspondía.
Esa fue mi primer aparición en público, ataviada con la margarita soñada, y me encontraba imposibilitada de cumplir con mi papel.
De este momento trágico solo recuerdo a mi padre grabándome con su cámara y a mi madre que desde el público me gritaba: ¡Canta, canta!
Palabra que, de solo recordarlo, quisiera llorar…
Angustiada, y quizá enfurecida (sería razonable, no?), y como no podía emitir sonido, no tuve más que hacer acopio de los recursos de que disponía para salir airosa de aquella situación, por lo que empecé a mover los labios simulando la canción, esperando un tanto desesperada, que en algún momento aquella tortura terminara.
Ahora bien, es indudable que aquello fue una cruel y flagrante agresión a la infancia por parte de miembros de la iglesia católica, por lo que ahora me pregunto ¿Debí haberme hecho atea desde entonces?
¿Por qué, caray, habré dejado pasar esa oportunidad de oro? Todavía no lo se.
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Hubo un tiempo en que en "diálogo" con ateos en el ciberespacio, se me colmaba la paciencia y arremetía con este tipo de "reflexiones" contra ellos. Esos tiempos han pasado y, sinceramente, no los añoro.