27 de julio de 2010

La pulpería del chino

 
A ver, vámonos entendiendo, cuando los costarricenses decimos “pulpería” nos referimos a una tiendita de abarrotes y “chino” es como le decimos a todos los orientales, sin excepción. Aunque tengan nombre y apellido, les llamamos “chino”.

La pulpería en cuestión es un establecimiento ubicado a unos cincuenta metros de mi casa pero además la única tiendita abierta desde la madrugada hasta altas horas de la noche, sábados y domingos.

A ella he acudido por esas tonterías que a veces se terminan en casa y que ir por ellas hasta el supermercado más cercano (unos 11 kilómetros) habría hecho que saliera “más caro el caldo que los huevos”.

La pulpería del chino era un lugar tenebroso, no se si porque los inmigrantes orientales están habituados a vivir en lugares abarrotados, oscuros, desordenados y no muy limpios o porque –simplemente- no desean invertir un cinco en un edificio en el que estarán de paso; porque de paso estuvieron allí a lo largo de tres años, tres diferentes familias de orientales hasta que el dueño del local y de la casa ubicada en la segunda planta los puso a la venta y fueron adquiridos por una familia de la localidad.

Los hijos, nueras y nietos de don Efraín estuvieron cerca de dos meses remodelándolos, ahora no solo la casa sino también la pulpería está recién pintada, limpísima, ordenadísima, fresca, iluminada, una maravilla; da gusto comprar ahí.

Cuando el chino tenía la pulpería lo escuchaba hablar con los distribuidores quienes le ofrecían nueva mercadería pero el pulpero se rehusaba a recibirla argumentando que su clientela es gente pobre que jamás compraría esos artículos.

Escuchar al chino decir eso me hacía sentir bastante decepcionada porque si bien conozco la condición socio-económica de las personas de los alrededores también los conozco personalmente y se que, aunque pobres, necesitan comprar cosas baratas pero también agradecen otras, quizá no tan baratas, pero apetitosas y bonitas.


Cuando el local cambió de dueño y al ver lo hermosa que había quedado la pulpería y sus novedades, temí por los nuevos propietarios, porque si el argumento del chino llegaba a ser cierto, su clientela muy probablemente se sentiría excluida por la imagen y la oferta de productos del nuevo local.

Pero no fue así, el chino no tenía razón: aquella gente siguió comprando en la nueva pulpería que ahora limpia, luminosa y con agradable aroma les ofrece las mismas cosas pero también otras apetitosas y bonitas.

A veces me parece que esto es lo que sucede con muchos de nosotros: ofrecemos a nuestros semejantes aquello que, de acuerdo a nuestro juicio requieren, pero que –sin embargo- no es otra cosa que la oferta de nuestra propia miseria; y –como el chino- encima esperamos que nos paguen el precio que pedimos, que nos lo agradezcan e –incluso- que se nos reconozca.

Daniel Kate Vicente colocó hoy en su muro de facebook una cita que dice así: "La religión, hacedora de las grandes almas, no parece hecha más que para ellas; y se precisa ser grande, o llegar a serlo, para ser cristiano" (Massillon)

Las palabras del obispo francés son perfectamente aplicables a la situación del chino en su pulpería e iluminarían también nuestra “pulpería” si tuviéramos el coraje de admitir que si no somos buenos cristianos es porque todavía no creemos ni en el poder de Dios ni en la grandeza de nuestra alma, por lo mismo, cómo podríamos –siquiera- llegar a considerar grandiosa el alma de los demás?

Y cuando digo “la grandeza del alma de los demás” no me refiero solo al alma de los bautizados, de aquellos en quien es evidente la acción de la gracia, no; me refiero a la grandeza del alma de aquellos que incluso no son bautizados o que son insignes pecadores. Es que, nada más me pregunto: acaso sus almas fueron concebidas de menor calidad o en una categoría inferior a la nuestra? Acaso sus almas no fueron creadas con lo necesario para reconocer a Dios que se les aproxima y relacionarse con Él? Es que acaso, solo por ello, no son ya grandiosas?

Una razón por la que nuestro cristianismo a veces es como una luz colocada bajo el celemín, sosa o no mueve montañas, podría ser –deberíamos considerarlo- porque lo que ofrecemos a amigos y enemigos es semejante a lo que ofrecía el chino a los clientes en su pulpería: la imagen de nuestra propia miseria.

Y luego, para colmo de (nuestros) males, esperamos que nos lo agradezcan o al menos que nos lo reconozcan?

Que si fuera así, ¡vaya partida de santos tendría por compañeros allá en el cielo!

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