Hoy estaba haciendo una ensalada de frutas y al momento de llegar a la papaya para hacerla participar de aquél festín de aromas, sabores y colores, al mirarla, recordé su apariencia el día en que la compré: una piel tersa y color excepcional como augurio de un fabuloso sabor. Esta papaya estaba en su punto.
Aquella papayita rica de hace unos día todavía desprende su dulce aroma; sin embargo, justo cuando la tomé en mi manos para retirar la cáscara y las semillas, noté en ella el paso del tiempo: su piel estaba arrugada y tanto sus pequeños "defectos congénitos" como los "efectos de la manipulación" saltaban a la vista, tal cual saltan a la vista los míos en este cuerpo que ha entrado en su fase de madurez final.
Definitivamente, el tiempo hace con nuestra materia lo mismo que con las papayas.
En buena hora, digo yo y, para la gloria de Dios.